02 del Mes de Noctar, Dios de la Muerte
Día de la Tierra Quieta, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
Cathanna se acomodó en su asiento, tomando con ambas manos la taza de café humeante que aquel hombre sentado frente a ella le había brindado. Era tan amargo que sintió asco, pero se obligó a pasarlo por su garganta hasta su estómago. Las manos le temblaban, algo asustada por todo lo que había pasado en tan poco tiempo. No era por la plaza, sino por lo que estaba pasando en su pecho.
—Iré rápido por unas hojas que te ayudarán con esas heridas —dijo el hombre, poniéndose de pie—. No te muevas de aquí. En la alacena hay pan blanco. Puedes comer todo el que quieras, muchacha.
Cathanna asintió con la cabeza, y cuando él se marchó, caminó hasta la alacena y tomó un pan blanco. Lo observó por varios segundos y se lo llevó a la boca, dándole un pequeño mordisco, al mismo tiempo en el que la puerta de la cocina se abría, revelando a un niño pequeño que le hizo recordar a su hermano. El niño le hizo una reverencia leve y tomó una fruta encima de la mesa antes de salir, dando saltos.
Ella se sentó nuevamente en la silla, con la mirada fija en el agua oscura del café, que se removía suavemente, tratando de pensar en algo que no fuera la bendita plaza, en esas personas muriendo de una forma muy horrible y en como eso no parecía afectarle en nada, pero no lo consiguió. Todo estaba tan pegado a su mente que solo soltó un bufido de aburrimiento y se removió incómoda en el asiento.
El hombre, de nombre Benson, entró en la cocina con varias hojas en las manos, que luego dejó junto a Cathanna. Ella no dijo nada cuando él empezó a colocarlas sobre sus quemaduras, solo dejaba escapar pequeños gemidos de dolor, mordiendo su labio inferior. No comprendía por qué tenía esas marcas, si en teoría, el fuego no debería haberla dañado, ya que era parte de su propia esencia.
—Le agradezco mucho su ayuda —expuso Cathanna, con una sonrisa amplia, que no se miraba nada genuina—. Es muy amable.
—Es un placer —respondió, con una leve sonrisa, acomodándose en su asiento—. ¿Dónde queda tu hogar?
—Yo no tengo un hogar, señor. —Bajó la mirada a sus manos, mordiendo su labio inferior con fuerza—. Soy huérfana desde… siempre. Soy recluta en una academia militar, pero está demasiado lejos de aquí como para irme a pie. Y no tengo monedas para pagar un carruaje, o irme siquiera en tren. ¿Podría darme posada esta noche? Solo hoy. En la mañana buscaré la forma de regresar a mi academia.
—¿Cuál es tu nombre? —Entrecerró los ojos.
—Cathanna Heartvern, señor.
—¿Por qué debería dejarte quedar en mi casa, Cathanna?
—Por favor. —Unió sus manos—. No quiero estar en las calles sola. Sé defenderme, pero me encuentro muy débil para hacerlo. ¿Viviría con el pensamiento de que algo malo me ocurrió por dejarme ir a estas horas de la noche? Yo no podría con eso, señor. Por favor…
Benson asintió y se incorporó de forma lenta. Cathanna lo siguió al instante, avanzando por el pasillo largo hasta llegar a unas escaleras que subieron sin hacer ruido. Al final, Benson se detuvo frente a una puerta de madera blanca y la abrió con cuidado, mostrando un cuarto ordenado, con dos camas perfectamente alineadas y una ventana abierta, dejando entrar el frío aire de la noche.
—Te quedarás aquí esta noche, Cathanna —informó él, ingresando—. Hay otra chica aquí, mi hija, pero ella se encuentra lejos por el momento. Descansa. En la mañana esas quemaduras ya habrán desaparecido. En ese closet podrás encontrar ropa limpia. Póntela.
—Muchas gracias. —Hizo una reverencia pequeña.
Benson la observó unos segundos antes de salir de la habitación y cerrar la puerta tras de sí. Cathanna dejó que su mirada recorriera el lugar sin afanes. No era nada comparado con la habitación que tenía en el castillo de su familia, pero resultaba mucho mejor que la rotonda, donde la privacidad era apenas un deseo inalcanzable al que no podía estar acostumbrada, aunque lo intentara.
Se acercó al clóset marrón arrastrando los pies y, al abrirlo, una oleada de olor a lavanda mezclado con vino salió de golpe, una combinación tan rara que le revolvió el estómago enseguida. Dentro había un montón de prendas blancas. Pasó los dedos por una falda plisada de doble capa, de cintura baja y encaje de malla, demasiado corta para su gusto. Aun así, la sacó. También tomó un pantalón ceñido. Eligió una camisa sin mangas y, por último, bajó la mirada hacia unas botas altas, acompañadas de otros zapatos más simples.
Agarró las botas y se giró, encontrándose con Yzebelle sentada en la cama, con los brazos apoyados detrás de la espalda y la misma mirada intensa de siempre fija en ella. Había una notoria diferencia que hizo que Cathanna entrecerrara los ojos. Su cabello morado desapareció, dándole paso a una oscuridad que acariciaba su cintura. Sus ojos violetas se habían desvanecido, dejando en su lugar unos ojos felinos, igual de negros que la noche que se extendía afuera de la casa.
Cathanna no mencionó nada —aunque estaba confundida—, simplemente empezó a cambiarse. Ambas ya estaban más que acostumbradas a eso, pues en la rotonda debían hacerlo frente a sus compañeros, sin importar si eran hombres o mujeres. Luego, se colocó frente al espejo y notó de inmediato que, en el centro de cada uno de sus iris, brillaba un destello leve de color escarlata que contrastaba con ese gris de siempre. Se habían vuelto muy extraños, sí, pero también cautivadores. Pasó una mano por su cabellera lacia y larga, que llegaba un poco más abajo de la cintura. Había crecido demasiado en tan solo horas, puesto a que antes lo tenía hasta la mitad de la espalda.
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Editado: 01.12.2025