Juego De Brujas

CAPÍTULO 049

02 del Mes de Noctar, Dios de la Muerte

Día de la Tierra Quieta, Ciclo III

Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria

Los pasos se escuchaban por todo el pasillo, como un tambor que anunciaba un mal presagio. Su mano arrugada abrió la puerta de hierro fortificado, encontrándose con una sala enorme, con una mesa larga en todo el centro, donde había más personas de las que pudiera contar. Frente a ella se encontraba el emperador, con su primogénito sentado a su derecha. Se colocó rápido delante de la mesa, mirando al hombre que lo observaba desde el otro lado con poca paciencia, e hizo una reverencia profunda, rozando la cabeza en la mesa de piedra.

Zareth, que estaba sentado al lado de su padre, lo miró con el rostro demasiado tenso. Todo se había desmoronado en cuestión de minutos, y cuando recibieron un pergamino de Aureum indicando que la plaza de las mil brujas había sido destruida, un sabor amargo se instaló en su boca. Se acomodó bien, posando las manos sobre la mesa.

—¿Cuántas personas han muerto por la destrucción de la plaza? —Kaemon rompió el silencio, ganándose la mirada de todos en la sala.

—Unas cincuenta personas, su majestad —respondió, dejándose caer en el asiento frente a una mujer de ojos negros—. Fueron atravesadas por algo, y sus órganos… estaban esparcidos por todo el suelo, como si se tratara de animales. Algo asqueroso de ver.

Deyaniro permaneció inmóvil, pero su mandíbula se tensó ligeramente, mientras apoyaba los codos en la mesa. No había rastro de repulsión en su rostro, solo una fría evaluación. Llevó sus ojos a Elisester, quien tenía los ojos entrecerrados, analizando la situación.

—¿Creéis que ha sido Alastoria? —preguntó Deyaniro.

Elisester soltó un suspiro pesado y pasó una mano por su cabello, aun procesando la información de lo que había sucedido.

—Disculpad mi atrevimiento al entrometerme, su majestad —dijo la mujer de ojos negros, acomodando las mangas de su chaqueta. Recorrió a todos los presentes en la sala, que esperaban que continuara—, pero según tengo entendido, fue una mujer quien lo hizo. Dijo que en esa plaza habían asesinado a muchas de su especie. Debe de tratarse de una bruja, porque en esa plaza solo se ejecutaban brujas.

—¿Una bruja? —indagó Zareth, ladeando la cabeza, confuso.

Todos los presentes intercambiaron miradas llenas de incertidumbre. La mujer asintió, mirándolo fijamente, y Zareth se mordió el labio inferior, sintiendo como sus huesos se congelaban.

—Su majestad —comenzó uno de los consejeros, sentado al lado de Vermon, quien tenía la mandíbula tensa y los hombros rígidos—, si es cierto que fue una bruja la que destruyó esa plaza, debemos tomar cartas en el asunto. No podemos permitir que las brujas implanten el terror entre nuestra gente. Valtheria ha vivido ciclos enteros sin ataques de brujas, y no creo que queramos que eso comience, más aún cuando ya tenemos problemas con Alastoria.

—¿Qué estás proponiendo, Krvo? —examinó Deyaniro, viéndolo con una expresión de calma que contrastaba con el enojo incrustado en su pecho.

—Debemos ordenar una caza masiva de inmediato contra todas las brujas —manifestó Krvo, con voz grave, sin titubear—. A cualquier mujer que se la sorprenda practicando con sangre o con animales. Que hable idiomas extraños. Cualquiera que tenga marcas en el cuello. No importa si son nuestras hijas. —Recorrió a todos los presentes con la mirada, sin mostrar empatía—. O la hija de aldeanos. Es hora de que las brujas de Valtheria desaparezcan de una vez. Solo causan ruinas.

—¿Estás seguro de lo que propones? —inquirió Vermon, rompiendo el silencio que se había formado. Miró de reojo a Zareth, quien se encontraba con una ceja levantada, visiblemente atónito.

—Desde este momento comienza la cacería de brujas —ordenó Deyaniro, poniéndose en pie lentamente, con las manos sobre la mesa—. Avisad a todas las instituciones militares, a todos los soldados en las fronteras y a las brigadas de rastreo. Que los heraldos anuncien lo ocurrido en Aureum por todo Valtheria. Que el imperio sepa que el fuego de las brujas jamás llegará más alto que el de la corona. —Comenzó a caminar hacia la puerta, con su hijo detrás, que lo miraba como si de pronto hubiera perdido la razón por completo. Se detuvo un momento, girando apenas la cabeza—. Revisad el cuello de cada mujer en Valtheria; si tiene algo, por muy pequeño que sea, matadla.

—Sí, su majestad —habló Elisester, rígido.

—No sintáis compasión por nadie —remató.

Asintió cuando Elisester lo hizo.

Zareth salió de esa sombría sala después de varios minutos en compañía de su padre, que le hablaba de cosas que él no podía retener por mucho que lo intentara. Su mente solo se dirigía a ella… Cathanna. Sintió cómo el pecho se le contraía y el corazón le latía con más fuerza.

Se detuvo de golpe cuando una intensa punzada de dolor le recorrió el pecho y lo hizo tambalearse con la mirada difusa. Estaba a punto de caer cuando, de pronto, el dolor desapareció por completo. Respiró agitadamente y levantó la mirada hacia su padre, quien lo observaba con el ceño fruncido. Negó con la cabeza, indicándole que no preguntara, y Elisester obedeció, hablando sobre la orden del emperador. Eso solo logró que la mandíbula de Zareth se tensara aún más, recordando que él estaba cuidando de una maldita bruja.




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