Cuando era pequeña, el gran misterio para mí no era cómo se hacían los niños, sino por qué. Entendí la mecánica —mi hermano mayor, Jesse, me había puesto al corriente—, aunque estaba segura de que él había entendido mal la mitad del asunto. Otros niños de mi edad estaban ocupados buscando las palabras «pene» y «vagina» en el diccionario de clase cuando la maestra se daba la vuelta, pero yo prestaba atención a otros detalles. Como por qué algunas madres tenían un solo niño, mientras que otras familias parecían multiplicarse ante tus ojos. O cómo la nueva niña en la clase, Sedona, le decía a quienquiera que la escuchara que su nombre provenía del lugar en el que sus padres estaban de vacaciones cuando la hicieron a ella («Menos mal que no estaban en Jersey City», solía decir mi padre).
Ahora que tengo trece años, estas cuestiones son más complicadas: la alumna de octavo que dejó la escuela porque «tuvo problemas»; una vecina que se quedó embarazada con la esperanza de evitar que su marido presentara una demanda de divorcio. Os digo que si los alienígenas llegaran hoy a la Tierra y analizaran con atención por qué nacen los bebés, concluirían que la mayoría de la gente tiene niños por accidente, porque bebieron de mas alguna noche, porque el control de natalidad llega al uno por ciento o por otras miles de razones que no son muy halagadoras.
Por otro lado, yo nací con un propósito muy específico. No fui el resultado de una botella de vino barata, ni de la luna llena ni del calor del momento. Nací porque un científico manipuló la conexión entre los óvulos de mi madre y el esperma de mi padre para crear una combinación específica de precioso material genético. De hecho, cuando Jesse me dijo cómo se hacían los bebés y yo, la gran escéptica, decidí preguntarles la verdad a mis padres, obtuve más de lo que esperaba. Me sentaron y me largaron el rollo habitual, por supuesto, pero también me contaron que me eligieron entre los embriones, específicamente, porque podría salvar a mi hermana Kate.
—Te amamos incluso más —me aseguró mi madre—, porque sabíamos exactamente lo que obtendríamos.
Eso me hizo preguntarme, sin embargo, qué hubiera pasado sí Kate hubiera estado sana. La opción sería que todavía estaría flotando en el cielo o dondequiera que sea, esperando ser unida a un cuerpo para pasar una temporada en la Tierra. Ciertamente, no formaría parte de esta familia. A diferencia del resto del mundo libre, yo no llegué aquí por accidente. Y si tus padres te tuvieron por alguna razón, entonces es mejor que esa razón siga existiendo. Porque cuando la razón desaparece, también lo haces tú.
Las casas de empeño pueden estar llenas de basura, pero también son un buen caldo de cultivo para las historias, diré si me lo preguntan, aunque no lo hayan hecho. ¿Qué es lo que hace que una persona vaya al Diamante Solitario nunca antes Usado a vender algo? ¿Quién necesita tanto el dinero para vender un osito de peluche al que le falta un ojo? Mientras me daba cuenta de eso, me preguntaba si alguien miraría el colgante que estoy a punto de entregar y se haría las mismas preguntas.
El hombre que hay en la caja registradora tiene una nariz con forma de nabo y sus ojos se hunden tan adentro que no puedo imaginarme cómo ve lo suficientemente bien para llevar adelante su negocio.
—¿Necesitas algo? —pregunta.
Todo lo que puedo hacer para no darme la vuelta y salir por la puerta, es hacer como si hubiera entrado por error. Lo único que me mantiene firme es saber que no soy la primera persona que se para frente a este mostrador sosteniendo la única cosa en el mundo de la que pensó que nunca se separaría.
—Tengo algo que vender —le dije.
—¿Y se supone que tengo que adivinar qué es?
—Oh. —Tragando con dificultad, saco el colgante del bolsillo de los tejanos. El corazón cae en el mostrador de vidrio en la laguna de su propia cadena—. Es oro de catorce quilates —solté—. Casi no está usado. —Esto es una mentira; hasta esa mañana, no me lo había quitado en siete años. Mi padre me lo había dado cuando tenía seis, después de la extracción de médula, porque dijo que alguien que daba a su hermana un regalo semejante merecía uno para sí. Viéndolo allí, en el mostrador, siento el cuello tembloroso y desnudo.
El dueño se pone una lupa en el ojo, lo que hace que se vea de un tamaño casi normal.
—Te doy veinte.
—¿Dólares?
—No, pesos. ¿Qué creías?
—¡Pero vale cinco veces eso! —gimo.
El dueño se encoge de hombros.
—No soy yo quien necesita el dinero.
Recojo el colgante, resignada a cerrar el trato, y pasa una cosa extrañísima: mi mano se cierra como una grapadora, como una tenaza neumática. Mi cara se va poniendo roja por el esfuerzo que hago para separar los dedos. Tardo un rato que parece una hora en poner el colgante en la palma extendida del dueño. Sus ojos permanecen en mi cara, más suavemente ahora.
—Diles que lo perdiste —propone, a modo de consejo gratuito.
Si el señor Webster ha decidido poner la palabra «fenómeno» en su diccionario, «Anna Fitzgerald» sería la mejor definición que podría dar. Es más que mi aspecto; flaca cual refugiada, sin pecho que mencionar; pecas que se unen en mis mejillas, que, déjenme que les diga, no se atenúan con jugo de limón ni protección solar, ni siquiera, tristemente, con papel de lija. No, Dios estaba de humor el día de mi nacimiento, porque agregó a esta fabulosa combinación física el cuadro de fondo: el hogar en el que nací.
Mis padres trataron de hacer las cosas de un modo normal, pero ése es un término relativo. La verdad es que nunca fui realmente una niña. Para ser honesta, tampoco lo fueron Kate ni Jesse. Supongo que mi hermano tuvo su momento de gloria durante los cuatro años que vivió antes de que diagnosticaran a Kate, pero, desde entonces, hemos estado demasiado ocupados midiendo sobre nuestras cabezas, corriendo precipitadamente para crecer. ¿Habéis visto que la mayoría de los niños pequeños creen ser personajes de dibujos animados, de manera que si un yunque les cae sobre la cabeza pueden salirse del camino y seguir andando? Bueno, jamás he creído algo semejante. ¿Cómo hubiera podido, cuando prácticamente poníamos un plato en la mesa para la Muerte?
Kate padece de leucemia aguda promielocítica. En realidad, eso no es exactamente verdad; ahora no la tiene, pero está hibernando bajo su piel como un oso, hasta que decida rugir de nuevo. Se la diagnosticaron a los dos años, ahora tiene dieciséis. «Reincidencia molecular» y «granulocito» y «catéter»: esas palabras son parte de mi vocabulario, aunque nunca hayan aparecido en ningún examen de la escuela. Soy una donante alógena, una hermana coincidente perfecta. Cuando Kate necesita leucocitos, células madre o médula para hacer creer a su cuerpo que está sano, soy yo quien los provee. Casi cada vez que ingresan a Kate en el hospital, acabo yo también allí.
Nada de eso significa nada, excepto que no deberíais creer lo que escuchéis acerca de mí y mucho menos lo que yo os diga de mí misma.
Mientras subo la escalera, mi madre sale de su habitación llevando otro vestido de fiesta.
—Ah —dice, dándome la espalda—, justo la niña a quien quería ver.
Le subo la cremallera y la veo girar. Mi madre podría ser hermosa, si saltara en paracaídas a la vida de otra persona. Tiene el pelo oscuro, largo, y delicadas clavículas de princesa, pero sus comisuras se doblan hacia abajo, como si estuviera tragando noticias amargas. No tiene mucho tiempo libre desde que el calendario es algo que puede cambiar drásticamente si mi hermana desarrolla un hematoma o una hemorragia nasal, pero el poco que tiene lo invierte en bluefly.com, comprando ridículos vestidos de noche de fantasía para lugares a los que nunca irá.
—¿Qué te parece? —pregunta.
El vestido tiene los colores del atardecer y está hecho de un material que cruje cuando se mueve. Sin mangas ni tirantes, es lo que podría llevar una estrella de cine pavoneándose por una alfombra roja, y de ninguna manera el tipo de vestido para una casa en los suburbios de Upper Darby. Mi madre tiene el pelo recogido en un moño. En su cama hay otros tres vestidos: uno ceñido negro, uno de tubo y otro que parece imposiblemente pequeño.
—Mira…
«Cansada». La palabra burbujea justo bajo mis labios.
Mi madre sigue perfectamente tranquila y quisiera saber si lo dije en voz alta sin querer. Levanta una mano, haciéndome callar, con la oreja orientada hacia la puerta abierta.
—¿Has oído eso?
—¿El qué?
—Kate.
—No he oído nada.
Pero no se fía de lo que le digo, porque cuando se trata de Kate no se fía de la palabra de nadie. Sube la escalera y abre la puerta de nuestro dormitorio para encontrar a mi hermana histérica en su cama, y, como el mundo, se colapsa de nuevo. Mi padre, un astrónomo secreto, ha intentado explicarme qué son los agujeros negros, por qué son tan pesados que lo absorben todo, incluso la luz, hacia su propio centro. Momentos como éste son del mismo tipo de vacío; no importa a qué te aferres, acabas siendo tragado.
—Kate. —Mi madre cae al suelo; estúpida falda, una nube a su alrededor—. Kate, cariño, ¿qué te duele?
Kate abraza un cojín contra el estómago y las lágrimas continúan manando. El pálido cabello está pegado contra su cara en húmedas mechas; su respiración es bastante dificultosa. Estoy congelada en la puerta de mi propia habitación, aguardando instrucciones. «Llama a papá.» «Llama al 911.» «Llama al doctor Chance». Mi madre llega a sacudir a Kate para sacarle una explicación.
—Es Presten —solloza—; está dejando a Serena para siempre.
Ahí es cuando nos fijamos en la televisión. En la pantalla una tía buena rubia mira largamente a una mujer que llora casi tanto como mi hermana y da un portazo.
—Pero ¿qué te duele? —pregunta mi madre, convencida de que tiene que ser algo más que eso.
—Dios mío —dice Kate, sorbiéndose la nariz—. ¿Tienes idea de por cuántas cosas han pasado Serena y Preston? ¿Tienes idea?
Ese nudo dentro de mí se relaja, ahora sé que todo está bien. La normalidad en nuestra casa es como una sábana demasiado corta para la cama: a veces te cubre bien y otras te deja con frío y temblando; lo peor de todo es que nunca sabes cuál de esas dos cosas pasará. Me siento en el extremo de la cama de Kate. Aunque sólo tenga trece años, soy más alta que ella y de vez en cuando la gente supone, erróneamente, que soy la hermana mayor. En distintos momentos de este verano se volvió loca por Callarían, Wyatt y Liam, los protagonistas masculinos de esta novela. Ahora, supongo que se trata de Preston.
—Hubo el susto del secuestro —confieso.
En realidad he seguido la trama de la historia; Kate hizo que se la grabara durante sus sesiones de diálisis.
—Y la vez que casi se casa con su primo por equivocación.
—No olvides cuando él murió en el accidente de barco. Durante dos meses, de todos modos. —Mi madre se suma a la conversación y recuerdo que ella también solía mirarla sentada con Kate en el hospital.
Por primera vez Kate parece darse cuenta del conjunto de mi madre.
—¿Qué llevas puesto?
—Oh, algo que devolveré. —Se para delante de mí para que le baje la cremallera. Esa compulsión de comprar por Internet, sería un grito desesperado clamando por una terapia para cualquier otra madre; en el caso de la mía, probablemente podría considerarse un alivio saludable.
Me pregunto si lo que le gusta tanto es meterse en la piel de otra persona por un momento o si es la opción de poder devolver una circunstancia que únicamente no te queda bien. Mira a Kate fijamente.
—¿Estás segura de que no te duele nada?
Después de que mi madre se va, Kate se hunde un poco. Es la única manera de describirlo. Lo rápido que los colores se le escurren de la cara, el modo en que desaparece contra los cojines. Según se enferma desaparece un poco, tanto que temo despertar un día y no ser capaz de verla.
—Muévete —ordena Kate—, me tapas la pantalla.
Entonces voy a sentarme a mi cama.
—Sólo son los nuevos episodios.
—Bueno, si muero esta noche, quiero saber qué me estoy perdiendo.
Sacudo los cojines debajo de mi cabeza. Kate, como siempre, los ha cambiado, de modo que tiene los más blandos, que no se sienten como rocas bajo el cuello. Supone que lo merece, porque es tres años mayor, porque está enferma o porque la Luna está en Acuario; siempre hay alguna razón. Miro la tele con los ojos entornados, deseando poder cambiar los canales, sabiendo que no tengo opción.
—Preston parece de plástico.
—Entonces, ¿por qué te he oído susurrar su nombre sobre la almohada anoche?
—Cierra el pico —digo.
—Ciérralo tú. —Entonces Kate me sonríe—. Probablemente sea gay. Qué desperdicio, teniendo en cuenta que las hermanas Fitzgerald son… —Haciendo una mueca de dolor interrumpe la frase a la mitad y me vuelvo hacia ella.
—¿Kate?
Se frota en la zona de las lumbares.
—No es nada.
Son sus riñones.
—¿Quieres que llame a mamá?
—Todavía no. —Estira la mano entre nuestras camas, que están separadas justo para que nos podamos tocar.
Extiendo la mano también. Cuando éramos pequeñas, hacíamos este puente e intentábamos ver cuántas barbies podíamos mantener en equilibrio sobre él.
Más tarde he tenido pesadillas en las que estoy cortada en tantos pedazos que no hay lo suficiente de mí para volver a montarme.
Mi padre nos explica que un fuego se extingue a menos que abramos una ventana y le demos combustible. Supongo que eso es lo que estoy haciendo, si os fijáis bien; pero luego, además, mi padre también dice que cuando las llamas nos están lamiendo los talones tenemos que romper una pared o dos si queremos escapar. Así es que cuando Kate se queda dormida debido a sus medicinas, tomo la carpeta de cuero que tengo guardada entre mi colchón y el somier y voy al baño para tener algo de privacidad. Sé que Kate ha estado fisgoneando; había insertado un hilo rojo entre los dientes de la cremallera para saber quién estaba husmeando en mis cosas sin permiso, pero a pesar de que el hilo ha sido arrancado, no falta nada dentro. Abro el grifo de la bañera para que suene como si tuviera algún motivo para estar allí y me siento en el suelo a contar.
Si agregáis los veinte dólares de la casa de empeños, tendremos 136,87. No será suficiente, pero debe de haber alguna forma. Jesse no tenía 2 900 dólares cuando se compró el jeep, y el banco le hizo algún tipo de préstamo. Claro que mis padres tuvieron que firmar los papeles, también. Y dudo que estén ansiosos por hacer lo mismo por mí, dadas las circunstancias. Cuento el dinero por segunda vez, por si acaso los billetes se han reproducido milagrosamente, pero la matemática es la matemática y el total sigue siendo el mismo. Y luego leo los recortes de periódico.
Campbell Alexander. En mi opinión es un nombre estúpido. Suena como un licor muy caro o como una firma de inversiones en bolsa. Pero no podréis negar el historial de este hombre.
Para llegar a la habitación de mi hermano hay que salir de la casa, que es lo que quiere. Cuando Jesse cumplió dieciséis se mudó al ático sobre el garaje: un acuerdo perfecto, dado que él no quería que mis padres vieran lo que hacía y mis padres realmente no querían verlo. Obstruyendo la escalera hacia su espacio hay cuatro cadenas para circular con nieve, un pequeño muro de tetrabricks y un escritorio de roble inclinado de lado. A veces pienso que Jesse pone esos obstáculos sólo para hacer que el camino hacia él sea más que un desafío.
Gateo sobre el desastre y subo la escalera, que vibra con los bajos del equipo de música de Jesse. Tarda cinco minutos enteros antes de que se percate que estoy llamando.
—¿Qué? —dice bruscamente, abriendo la puerta muy poco.
—¿Puedo pasar?
Se lo piensa dos veces, luego da un paso hacia atrás para dejarme entrar. La habitación es un mar de ropa sucia, revistas y restos de comida china para llevar en sus cajas; huele como la lengüeta sudada de un patín de hockey. El único lugar limpio es la estantería donde Jesse guarda su colección especial —una figurita de Jaguar de plata, un símbolo de Mercedes, un caballo de Mustang—, adornos de capotas que dijo que había encontrado tirados por ahí, aunque no soy tan tonta como para creerle.
No me malentendáis, no es que a mis padres no les importe Jesse o el problema que sea en el que se ha metido. Es sólo que realmente no tienen tiempo para ocuparse, porque de alguna manera es un problema inferior en el tótem.
Jesse me ignora, volviendo a lo que sea que estaba haciendo al otro lado del desastre. Mi atención es captada por una vasija de barro —una que desapareció de la cocina hace algunos meses— que ahora está encima del televisor de Jesse con un tubo de cobre fuera de la tapa, que atraviesa una jarra de leche de plástico llena de hielo y se vacía en un frasco de vidrio. Jesse puede ser un casi delincuente, pero es brillante. Justo cuando estoy a punto de tocar el artilugio, Jesse se da la vuelta.
—¡Oye! —Vuela por encima del sofá para sacar mi mano de un golpe—. Vas a arruinar la espiral de condensación.
—¿Es lo que creo que es?
Una antipática sonrisa se dibuja en su cara.
—Depende de qué crees que es.
Abre con una palanqueta el frasco, y caen unas gotas del líquido sobre la alfombra.
—Prueba.
Para ser un alambique hecho de secreciones y pegamento, produce un potente whisky casero. Un infierno corre tan rápido a través de mis tripas y mis piernas que caigo de espaldas en el sofá.
—Desagradable —jadeo.
Jesse se ríe y toma un trago también, pero a él