No me gustaba especialmente el trabajo de limpiar mesas en la taberna, pero cuando pasaba la medianoche y papá se emocionaba de forma excesiva podía irsele la cabeza al cielo y entonces pagábamos las consecuencias al momento del corte.
No teníamos menos que los vecinos, pero eso no significaba que debíamos ir por ahí regalando el dinero. Papá lo entendía cuando estaba sobrio, pero cuando la nostalgia y la emoción lo embargaban no lo hacía.
Sabía de sobra que no bebía así antes. Su manía había comenzado alrededor del invierno pasado, cuando mamá pilló una fiebre y ya no se recuperó. Había fallecido a inicios de ese año.
Su muerte nos había obligado a Ian y a mí a retrasar la boda, de no ser por eso, estaríamos casados desde la primavera.
Y ahora estábamos en otoño.
Solté un suspiro, viendo a papá servir otra ronda de fría cerveza para los leñadores. Todavía no empezaba él mismo a beber, pero seguramente no tardaría. Alguien tocaría el piano o le pediría a Lottie, la otra mesera, que cantara algo. Charlotte tenía una voz hermosa y no se hacía del rogar. Decía que algún día abandonaría Dollingworth e iría a la Gran Ciudad, en donde triunfaría, llenaría estadios y todo el mundo la amaría.
Ese era su sueño desde que era una niña.
¿El mío?
Casarme con Ian Wilson, cuidar de él y de nuestra pequeña casa, cocinar, tener un par de hijos y envejecer juntos, como una de esas parejas de los viejos libros de mamá.
Miré al grupo de leñadores entonces, pasando una mano por mi cabello al cruzar una mirada con Ian. Acompañaba al grupo, pero no bebía su cerveza, sólo la usaba como una excusa para estar ahí.
A papá nuestro futuro matrimonio no le hacía muy feliz, pero no se oponía. Después de la muerte de mamá nada era fácil, pero se esforzaba.
—Oye —me hizo dar un respingo la voz de Lottie —llevas diez minutos limpiando la misma mesa.
—¡Oh! ¡Lo siento mucho!
Había mantenido mis ojos fijos en Ian.
Lottie soltó la risa al descubrirlo, colocándose frente a mí.
—La boda es en dos semanas, ¿verdad? —asentí—. Ya pronto estarás con él para siempre, ¿no puedes parar un momento?
—Sí, lo siento.
—No quiero sonar molesta, Meg.
Ya sabía que no lo estaba, pero si papá me pillaba embobada de Ian una vez más me tocaría una buena. Y no era cuestión de darle una excusa para expulsarme del Gran Dollingworth, un nombre tan mono que todos los parroquianos adoraban.
Lottie fue por otra ronda de cervezas y yo me apresuré a limpiar otra mesa. Era una noche tranquila, así que no había casa llena. Nuestros clientes habituales estaban ahí y realmente no esperábamos nada diferente. Parecía una noche usual.
—¿Todo bien, Meg? —habló papá entonces.
—Todo excelente —le sonreí, volviendo a mirar a Ian, quién le susurraba algo a uno de sus compañeros leñadores.
Los ví reír entre ellos y también quise reír. Ian era tan valeroso, tan guapo y tan centrado. Era un hombre de ideas fijas, con sentimientos nobles. Eso me había enamorado más que cualquier otra cosa.
—¡Lot-Lot, canta algo para nosotros! —gritó el señor Brown, con las mejillas rojas.
No tardaron en secundaria los demás, excitados ante la presencia de Charlotte, con su cabello rubio, sus grandes ojos azules y su voz de pájaro. Mamá solía decir que Lottie poseía el canto de un ruiseñor.
Mi amiga esbozó una sonrisa, dejando a un lado la bandera con tarros vacíos antes de correr a la barra, buscando un banco alto en donde sentarse. Si el Gran Dollingworth tuviese un escenario Lottie brillaría en el como la estrella que era.
Recogí la bandeja, mientras ella comenzaba a cantar, una melodía lenta, de esas que te llegaban al corazón, porque hablaban de amores perdidos.
Me detuve a mirarla, admirando además su capacidad histriónica. Lottie sentía la melodía, como si ella misma estuviese sufriendo por un amor perdido.
—Esa chica es una estrella —escuché a uno de los parroquianos, el señor Stevenson —demasiado brillante para un lugar como este.
Tenía razón, Lottie había nacido para otro tipo de vida, para recibir mimos y halagos, estar cubierta de joyas y ropa bonita, largos vestidos de seda y tafetán con encaje.
Sonreí con tristeza, en Dollingworth no había nada de eso, sólo lodo y lluvia, olores rancios y un frío intenso.
Estaba llenando otra ronda de tarros con la cerveza especial de papá cuando sentí una fría ráfaga de aire otoñal alborotándome el cabello, de un tono castaño y hasta la cintura, atado con una simple cuerda. Giré el rostro al mismo tiempo que Lottie se interrumpía, a mitad de una canción sobre un amor prohibido y un hombre alto, delgado y enfundado en un largo abrigo negro entraba en la taberna. Se quitó el sombrero, muy fino y con una pluma de pavo real en la punta.
El lugar había quedado en silencio, siendo sólo perceptible el sonido de los zapatos del hombre al caminar rumbo a la barra.
—¡Meg! ¡Atiende! —gruñó papá, señalando con la cabeza el tarro de cerveza que estaba llenando. Había comenzado a desbordarse.
Solté un quejido y me dí prisa en soltarlo, avergonzada, viendo directamente el rostro pálido del recién llegado.
—Señor Powell, que gran alegría tenerlo por aquí —siguió hablando papá, colocándose cuidadosamente entre el señor Powell y yo.
Dejé salir el aire, el cuál había retenido sin darme cuenta y me acuclillé por detrás de papá.
—Buenas noches, Gary —le respondió el mencionado, con una voz suave como el terciopelo —veo que el negocio va muy bien.
—Es algo relativo, señor Powell.
—Supongo que lo es —hubo una pausa—. No detengan su diversión por mí, por favor. Continúen con lo que estaban haciendo —debía referirse a los parroquianos —sólo estoy aquí para tratar un tema con mi buen amigo Gary.
Papá y el señor Powell no eran amigos, pero nadie replicó. En lugar de ello reanudaron sus charlas, aunque Lotte no siguió cantando, corriendo a reunirse conmigo.
—¿Estás bien?
—Oh sí. No ha sido nada.
Pero había derramado bastante cerveza. Se suponía que estaba ahí para impedir que papá derrochara y ahí estaba, desperdiciando producto.
—Meg, hazte cargo de la barra. Volveré en un momento —volvió a hablarme papá.
—Sí, papá —asentí, dejando a Lottie limpiando.
Papá le indicó al señor Powell que lo siguiera al cuarto trasero, el que usaba a modo de oficina. Ví a este dedicarle una reverencia, cediéndole el paso a papá, sujetando con su otra mano un bastón, tan negro como su indumentaria, pero con lo que parecía un diamante de buen tamaño justo en la punta.
Sus ojos, tan negros como el carbón, se fijaron en mí unos segundos y hubiera jurado que sus labios se torcieron en una sonrisa burlona.
Repentinamente me sentí cohibida, obligándome a apartar la vista a toda prisa, pensando en mi vestido manchado de cerveza, en mi cabello sucio y en mi mala imagen en general. Mis ojos eran castaños, igual que mi cabello y mi piel no era tan blanca como la de Lottie, pero nunca consideré esto un problema.
Nunca me sentí tan vulnerable como esa noche, ante la intensa mirada del señor Powell.