La estrella de Kalo (bl)

Capítulo l

Cuando Kalo cumplió diez años, su padre por primera vez le enseñó la estrella que iluminaba su planeta. Lo despertó temprano ese día, y lo llevo entre los pasillos del castillo con losas de mármol hasta las afueras, para subir a la torre y saltar hasta el cuerpo celeste que su planeta orbitaba. Recuerda haber estado amodorrado en el viaje, y haberse despabilado cuando su padre le susurro que iba a pedirle a la estrella que disminuyera su refulge, solo para contemplarla.

Kalo, que en esos momentos estudiaba en la escuela primaria y no estaba muy consciente de su vida como príncipe, se quedó maravillado al verla por primera vez. Estaba rodeado de luz, el astro de su planeta brillaba intensamente gracias a la pequeña estrella que estaba encerrada en un candil grande. A través se veía que era tan pequeña como para entrar en sus manos, ¡incluso dejar algo de holgura también! Y tenía una hermosa apariencia de niño rollizo con cuerpo luminiscente y ojos grandes y expresivos, capaces de llenarte de profunda calidez y alegría.

—¿Sabes porqué es tan importante nuestra estrella?

Le había preguntado su padre, que aún así no tuvo una respuesta, porque su hijo estaba inmerso en la hermosura de la estrella, y sus ojos y su tamaño y su intensa luz cegadora.

—Kalo.

El niño, que no quería despegar la mirada de ella, miró a su padre con ojos suplicantes, y el hombre al ver a su hijo cuyos luceros relucían con anhelo y emoción, suspiró y abrió la única abertura del candil, que era una pequeña puerta de vidrió.

—Puedes tocarla —dijo—. Pero —Y Kalo se quedó inmóvil, con los brazos estirados y los dedos encogidos—, no muestres vacilación.

Afanoso, con el corazón palpitando contra el tórax y la saliva seca en la boca, tomó a la estrella entre sus dedos y su luz le alumbró el rostro, marcando las líneas de sus facciones pueriles como si pudiese viajar entre los años y viese los días de su natalicio hasta ahora. La estrella, engalanada, refulgió alegre entre sus falanges y sonrió.

—Increíble —exclamó su padre—. La estrella te acepta.

Y entonces algo creció dentro de Kalo, un sentimiento fervoroso, un anhelo por crecer y ser rey, pensar en su futuro, en las palabras de su padre, en la felicidad que podía traer una estrella centelleante.

Interesado en sus labores como próximo rey y ser lo suficientemente digno para tener una estrella como la que tenían, le preguntó a Eeka, su padre, como el abuelo Elrond había tomado tal belleza del espacio. Le contó que todos los planetas tenían el infortunio de no contar con una estrella fija, por lo que desde los inicios siempre debían de ir a buscar una que tuviese la energía necesaria, y no necesariamente grande, solo lo suficientemente reluciente para arropar al planeta.

Le dijo que Elrond había emprendido un viaje, en donde visito diferentes constelaciones con la última tecnología de su tiempo solo con el objetivo de tomar una estrella. Habían demasiadas, según sus palabras, pero ninguna que le llamara la atención. Hasta que la encontró y tuvo el permiso de llevársela, prometiéndole un propósito como su luz y la de su pueblo.

—Claro que ha habido antes de ella más —declaró su padre—, pero esa historia es sobre mi abuelo, el padre de Elrond, y sus historias no han trascendido desafortunadamente hasta nuestros tiempos. Puedo contarte la historia de nuestros ancestros primigenios, pues será tu deber dárselas a tus hijos y ellos a los suyos.

Escuchando atentamente la historia pensó en como fue la vida otrora, luego se vino al presente y arguyó que tenía una estrella en quien confiar, un padre sabio, una madre dulce y amena, y hasta amigos en la escuela que al igual que él entrenaban a diario para ser increíbles soldados. Su planeta además era hermoso, con un cielo en donde las constelaciones y nebulosas más allá se contemplaban, un suelo de roca lisa, varias torres esbeltas e impolutas, casas hasta el horizonte y un palacio, en donde le llegaba la luz de la estrella, bañando en charco divino su estructura de belleza sin igual.

Pero, aunque conocía mucho de su planeta y su gente, nunca pregunto por las demás (grave error para aun rey futuro), y no sabía que el planeta Hivand tenía un nuevo rey, que se llamaba Alcedor, cuya estancia desde que empezó a gobernar se había vuelto fea y ruinosa, con edificios y torres renegridas. Era un planeta que no se podía distinguir muy bien desde el suyo, pero de tan mala fama como para que llegase desde bocas ajenas sus inhóspitos paisajes. Por lo que un día, muy temprano, se oyó un grito desgarrador desde el linde de sus tierras, en donde habitaba la gente pacífica y bienaventurada que adoraba el linaje solariego de sus reyes, y luego se esparció la sangre por el piso, que por las junturas se amontonó y cubrió los suelos.

Eeka, que había despertado con un mal presentimiento ese día, le pidió a Kalo que se escondiera con su madre en el lugar más seguro del palacio. Y entonces tuvo que correr lejos, viendo desaparecer a su padre entre las puertas del palacio, mientras que su madre evitaba acercarse al pretil a contemplar la realidad de afuera. Paso encerrado con ella acurrucado a su pecho y sintió pánico por su pueblo, temiendo que la felicidad de los años posteriores se arruinaría entonces, cuando apenas empezaba a comprender lo afortunado que era.

Pasadas las horas, o los días (porque Kalo no dormía, y si lo hacía soñaba con los discos que atravesaban su palacio y con los que cada día al despertar se tendía, solo para sentir la caricia de la estrella en su rostro, cuya sonrisa de niño nunca moría), vino por ellos un centinela, cuyo traje antes blanco estaba lleno de sangre.

—Ha acabado —jadeó, provocando la angustia de Kalo por salir. Asió a mamá del brazo y la alzó con su fuerza, corriendo a las afueras—. ¡Señora, joven, esper-

Desoyendo los gritos del centinela, Kalo pensaba en su padre, y en la gente y en la estrella, hasta que salió y se quedó ciego, porque no había luz. Su corazón se alzó a llorar cuando sintió toda la oscuridad latente y fría, que gobernaba ahora el linde y más allá, y entonces las pocas luces del cielo revelaron el cuerpo de su padre, que yacía muerto.




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