La Hija De La Luna Invierno

Invierno

CAPITULO 1 LUNA

Hace muchos siglos, en algún lugar de Japón, habitaba una extraña jovencita. Llevaba décadas viviendo en una cabaña a las afueras de una aldea en las montañas, pero no parecía que cargara más de veinte años en su apariencia. Su piel era tan pálida como la nieve, y sus movimientos, gráciles como los de un espíritu del bosque.

Nadie sabía su nombre, pero muchos la llamaban la Hija de la Luna, debido a su larga y hermosa cabellera blanca que brillaba bajo la luz de la luna, y a sus ojos grises que reflejaban la sabiduría de siglos. Su voz, suave y melodiosa, era un consuelo para los aldeanos.

Se decía que las noches de luna llena ella solía cantarle a la luna, viendo el reflejo de esta en los ríos y lagos cercanos. Su canto, un susurro etéreo, parecía calmar las aguas y llenar el aire con una paz sobrenatural.

Cuando los aldeanos tenían a alguien enfermo o a alguien gravemente herido, lo llevaban a la cabaña de la joven. La cabaña, hecha de madera y cubierta de musgo, estaba rodeada de un jardín de flores nocturnas que brillaban con una luz tenue. La joven le ponía unas gotas de agua en la frente al paciente, y este se recuperaba casi al instante, como si la misma luna hubiera bendecido el agua con su poder curativo.

Todos en la aldea le tenían cariño, ya que sin ella hubieran muerto por las constantes guerras de la región y por la luna roja o luna sangrienta. Los aldeanos le llevaban ofrendas de flores y frutas, y siempre hablaban de ella con respeto y gratitud.

Una noche al año, la luna se tornaba de color rojo, lo que pintaba el paisaje nocturno de un color rojizo. Las sombras se alargaban y el aire se llenaba de un silencio inquietante. Durante la luna de sangre, desde que anochecía hasta que amanecía, monstruos salían del abismo causando muerte durante doce horas. Sus ojos brillaban con un fuego infernal, y sus garras podían desgarrar la carne con facilidad.

Estos podían ser eliminados, pero no dejarían de llegar hasta que el sol saliera. Sin embargo, los humanos ya se habían acostumbrado y tenían talismanes para volverse indetectables a los sentidos de estos monstruos del infierno. Los talismanes, hechos de piedra y grabados con runas antiguas, eran un legado de la Hija de la Luna, quien los había creado para proteger a los aldeanos.

Durante casi un siglo, la Hija de la Luna estuvo cuidando de la pequeña aldea, hasta que una terrateniente codiciosa escuchó de ella. Esta terrateniente, llamada Rin, la mandó a secuestrar. Sus gritos de auxilio se perdieron en el viento, y los aldeanos, aterrorizados, no pudieron hacer nada para salvarla.

Usando magia negra, Rin selló a la joven dentro de un jarrón con agua. Todo aquel que tocase el agua se curaría de sus heridas y enfermedades, pero tenían prohibido hablar con la joven. El jarrón fue guardado en el cuarto de Rin, lejos de la luz de la luna que la joven tanto amaba.

CAPITULO 2 AGUA

Rin había sellado a la joven dentro del jarrón por dos propósitos egoístas.

El primero era la ilusión de la juventud eterna, pues Rin, que ya tenía cincuenta años, deseaba ser joven de nuevo. Sus arrugas y cabellos grises eran un recordatorio constante del tiempo que pasaba, y la envidia la consumía cada vez que veía su reflejo en el espejo.

El segundo era la expansión de sus territorios, pues debido a las guerras y a la luna roja, sus tropas se encontraban heridas. Pero con la joven ahora en su poder, podía expandirse sin límites. Los soldados, antes debilitados y al borde de la muerte, ahora se levantaban con una fuerza renovada, listos para conquistar nuevas tierras.

La joven, por su parte, nunca volvió a hablar; solo se escuchaban sus llantos cada luna llena salir del jarrón, en el cual solo se veía el reflejo de su rostro en las aguas transparentes que lo llenaban hasta el borde. Su cuerpo se había fusionado con el agua, o más bien, el agua la aprisionó, dejando solo su reflejo como rastro de su existencia.

Rin, al cabo de unos años, estaba furiosa pero feliz a medias, pues sus planes de juventud eterna habían fallado debido a que la Hija de la Luna no podía regresarle su juventud ni mucho menos mantenerla joven para siempre. Sin embargo, sus planes de expansión sí resultaron. Su ejército conquistó aldeas, pueblos y ciudades; entre sus hombres no había heridos ni enfermos, ya que gracias al jarrón podían estar sanos. Solo una muerte instantánea los podía detener. Los soldados, invencibles en apariencia, marchaban con una confianza que aterrorizaba a sus enemigos.

Una noche, mientras todos dormían, un rayo cayó en los aposentos de Rin, matándola e incendiando la estancia. El fuego se propagó rápidamente, consumiendo las cortinas de seda y los muebles de madera tallada. El olor a humo y carne quemada llenó el aire.

Sus hijos entraron corriendo al cuarto de su madre, pero ni siquiera la voltearon a ver, pues solo les importaba el jarrón. Sus ojos, llenos de codicia, buscaban entre las llamas el objeto que aseguraría su poder.

Y fue así que después de la muerte de Rin, el jarrón se pasó de generación en generación durante siglos. El sufrimiento de la joven, cuyo único pecado había sido ayudar a la gente, parecía no tener fin. Su llanto, un eco de dolor y desesperación, se escuchaba cada luna llena, recordando a todos el precio de la ambición desmedida.

O eso parecía, pues cuatrocientos cincuenta años después de que la joven fuera encerrada en el jarrón, comenzaría una vez más la noche de la luna roja, pero esta vez nadie estaba preparado para tal masacre. Los talismanes que una vez protegieron a los humanos se habían perdido en el tiempo, y los monstruos del abismo, más feroces que nunca, emergieron para reclamar su venganza.

CAPITULO 3 SANGRE

Todo aconteció como de costumbre.

El sol se ocultó y la noche se tiñó de rojo. Todos estaban listos para resistir el ataque anual de las bestias del abismo.

Los descendientes de Rin, llamados ahora el Ejército del Espíritu del Agua, se habían preparado con amuletos y armas lo suficientemente fuertes como para resistir las doce horas que les esperaban.




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