GABRIELA
"No le temas a tu enemigo, ten miedo de quien dice ser tu amigo. El golpe lejano duele menos que el golpe cercano, y si hay sentimientos de por medio, peor."
Esa frase resonaba en mi cabeza como una advertencia tardía, un eco que, por mucho que intentara ignorar, siempre regresaba. Respiré hondo mientras bajaba las escaleras de la mansión que debía llamar hogar. Pero ¿qué hogar puede ser una jaula?
Alessandro Ricci, mi esposo, me esperaba en la sala. El gran hombre de la mafia, imponente y arrogante, el hombre que una vez me robó el corazón con su encanto y que ahora lo mantenía atrapado en un puño de hierro.
Aquí, solo era su muñeca, un adorno para mostrar a sus socios, un reflejo de su poder. "Las mujeres no pertenecen a este mundo", decía siempre con su arrogancia habitual. Lo que no me decía, lo descubrí sola: los secretos, las traiciones, las sombras que envolvían esta mansión como una niebla que nunca se disipaba.
Mi historia con Alessandro no comenzó con flores ni con invitaciones al cine. Comenzó con sangre.
Fue un día cualquiera, camino a mi trabajo. Decidí tomar un atajo por un callejón, y ahí estaba él: herido de bala, rodeado de cuerpos. Fue un encuentro con el caos que definiría mi vida. Lo ayudé, lo cuidé, y al día siguiente ya sabía todo sobre mí. Apareció en mi puerta como si siempre hubiera estado destinado a cruzarse en mi camino.
Lo que siguió fue rápido, como un incendio: visitas inesperadas, una atracción innegable, y, antes de darme cuenta, su mundo se convirtió en el mío. Ahora, después de tres años de matrimonio, ese incendio no dejó nada más que cenizas.
Al llegar a la sala, lo vi sentado en el sofá. Dos de sus hombres, esos perros falderos que siempre lo seguían, permanecían de pie detrás de él. Alessandro giró la cabeza hacia mí, su mirada intensa perforando la distancia.
—Cariño, ven, siéntate a mi lado —dijo, golpeando el sofá con la mano.
Avancé con pasos medidos. No era miedo lo que sentía, sino una mezcla de cansancio y resentimiento, dos emociones que me habían acompañado desde que crucé la línea hacia su mundo. Me senté a su lado, y su perfume, fuerte y dominante como él, me envolvió.
—¿Qué pasa, Alex? —pregunté, usando el apodo que había nacido el día que no pude pronunciar su nombre completo correctamente. Alessandro sonaba demasiado formal, y en ese entonces, todo entre nosotros parecía menos complicado.
Él esbozó una ligera sonrisa, esa que había sido capaz de desarmarme en el pasado, pero que ahora solo despertaba sospechas.
—Hoy vienen unos socios importantes, Gabriela. Quiero que te encargues de preparar la cena. Que todo luzca perfecto, como siempre.
Su tono era firme, una orden disfrazada de solicitud. Lo miré, alzando una ceja, sabiendo exactamente hacia dónde iba esto.
—¿Y luego? —respondí con calma— ¿Me mandarás a mi habitación cuando empieces a hablar de negocios?
Su postura cambió. Era sutil, pero lo noté: los hombros se tensaron, la mandíbula se endureció. Conocía ese lenguaje silencioso mejor que a mí misma.
—Ya te dije que ese tema no está en discusión —replicó con frialdad.
—Sí, claro. Que las mujeres no pertenecen a la mafia. Me lo has dicho tantas veces que he perdido la cuenta.
Mi tono fue sarcástico, pero la verdad detrás de esas palabras era amarga. Alessandro siempre hablaba de fortaleza, de lealtad, pero nunca me consideró capaz de ser algo más que un adorno en su mundo.
Se levantó de un salto, como si mis palabras lo hubieran golpeado físicamente. Caminó de un lado a otro, con las manos apretadas en puños, intentando calmarse.
—Me agobia cuando mencionas eso —gruñó, su voz profunda resonando en la sala.
—¿Por qué? —me levanté también, plantándome frente a él—. Dame la oportunidad, Alex. No quiero ser solo la muñeca del hombre de la mafia. Quiero algo más.
Él se detuvo, clavando sus ojos en los míos. Había algo oscuro en su mirada, una mezcla de ira y algo más profundo, algo que no podía descifrar.
—Dije que no, maldición —espetó, su tono más agresivo—. Ponte a preparar todo para esta noche y no quiero escuchar más sobre este tema.
Cerré los ojos un momento, reprimiendo las palabras que se agolpaban en mi garganta. Había aprendido que enfrentarlo directamente era como chocar contra un muro: siempre ganaba. Sin embargo, algo dentro de mí se quebró un poco más.
Sin decir nada más, me di la vuelta y caminé hacia la cocina. Mis pasos eran firmes, pero por dentro sentía que algo se desmoronaba lentamente.
Esa noche, mientras preparaba la cena perfecta que él había exigido, me hice una promesa silenciosa: algún día, Alessandro Ricci descubriría que las muñecas también saben romperse... y cuando lo hagan, pueden convertirse en algo mucho más peligroso.
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Editado: 10.12.2024