Para ser tantas personas bajo el mismo techo, la verdad es que no vivimos nada mal. Eso se debe a que mi madre volvió a casarse, pero esta vez con un duque de renombre. Un duque con poder y fortuna.
Aún recuerdo cómo lo conocimos.
Estábamos escondidas detrás de la puerta de la cocina, escuchando la conversación.
—Si quieres que me case contigo, jura que cuidarás de mis hijas. —La voz de mi madre sonó tan firme que, por un momento, creí que incluso Dios la había escuchado.
Nosotras, como buenas rebeldes, no íbamos a permitirlo. Esa era nuestra casa.
—Ya que estás aquí, dile que no somos tres niñas, sino doce. —le dije a Foreza, sonriendo con picardía.
—No hagas nada, Elisabeth. Te conozco y sé que vas a hacer alguna locura. —dijo Griselda, mirándome con advertencia.
Pero no le hice caso.
Entré a la casa con una sonrisa maliciosa.
—¡Oh! Lamento la interrupción, no sabía que teníamos visita. —dije con una falsa voz dulce.
—Es un placer. Mi nombre es Ricaro Mon Blerc.
—El placer es mío, señor Ricaro. Mi nombre es Elisabeth.
Nos miramos. Él sonrió. Y luego dijo la frase que selló nuestro destino.
—Cuidaré de tus hijas.
No, no, no... ¡No había tenido tiempo de sabotearlo!
—Somos 12 niñas. —respondí rápidamente, esperando que eso lo hiciera retroceder.
Él se quedó en silencio, sorprendido, pero solo por un instante. Luego asintió con una sonrisa.
—Por poder tener a tu madre a mi lado, haría lo que fuera.
Y así fue como, con 10 años, terminé en una escuela de etiqueta.
Esos 4 años fueron un infierno. Los castigos eran aterradores y no pasaba un solo día sin recibir uno.
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Editado: 12.12.2024