La máscara de celeste

Capítulo 16: la Noche Del Silencio roto

La noche cayó sobre la ciudad con una pesadez inusual, como si incluso el aire supiera que algo estaba a punto de quebrarse. El cielo estaba sin estrellas, una manta negra que parecía presagiar lo que vendría. En la mansión Villagrán, en cambio, las luces seguían encendidas; un brillo falso, impecable, como la imagen perfecta que la familia siempre mostraba al mundo. Pero dentro, la tensión vibraba como un cable a punto de romperse.

Isabella caminaba por el pasillo principal con la calma estudiada que había aprendido desde niña. Cada paso era silencioso, cada respiración medida. A simple vista, parecía la misma joven dulce que todos alababan… pero por dentro, un enjambre de pensamientos afilados se movía sin descanso. El capítulo anterior había cerrado con una decisión: ya no huiría de la verdad. Y ahora, por primera vez, actuaba abiertamente dentro de su propia casa, aunque sus intenciones seguían escondidas bajo la sonrisa suave que había perfeccionado durante años.

Entró en la biblioteca. El aroma a madera y cuero viejo la recibió, junto con los recuerdos de tardes enteras leyendo mientras sus padres fingían ser una familia normal. Observó el lugar como si lo viera por primera vez. Las estanterías altísimas. El gran ventanal cubierto por cortinas pesadas. La chimenea apagada desde el invierno anterior. Todo estaba igual… y sin embargo, ella había cambiado demasiado como para encajar ahí otra vez.

Se acercó al escritorio de su padre. Abrió el primer cajón. Orden perfecto. Casi obsesivo. Pero no era eso lo que buscaba. Empujó el fondo del cajón hacia atrás, y tal como esperaba, el panel falso cedió. Detrás, un pequeño cuaderno negro, sin etiqueta. Lo tomó con cuidado.

Sabía lo que encontraría. Sabía que le costaría respirar cuando lo leyera. Pero tenía que hacerlo.

Se sentó en el sillón más cercano y lo abrió. La primera página era una lista de números, nombres y fechas. La segunda, una descripción de acuerdos. La tercera… la tercera contenía el nombre de su hermana. Y debajo, una firma que ella conocía demasiado bien.

La mano de Isabella tembló por primera vez en mucho tiempo.

Había imaginado mil veces cómo reaccionaría si encontraba pruebas de lo que sospechaba, pero la realidad era distinta. La traición escrita en tinta parecía más fría, más cruel. No era solo que sus padres habían entregado a su hermana. Era que lo hicieron con una frialdad meticulosa. Un objetivo. Un precio. Una ganancia.

Cerró el cuaderno con un chasquido seco. Su respiración se volvió profunda, como si luchara por mantener bajo control un volcán en erupción.

—Ya no hay vuelta atrás —susurró para sí misma.

Se puso de pie. Y entonces, escuchó pasos.

No era el personal de la casa; ellos caminaban con prisa o con miedo. Esos pasos eran lentos. Seguros. Suaves. Como los de alguien que conocía la casa mejor que nadie.

—Isabella —dijo la voz de su madre desde la entrada, suave como siempre, pero con un filo que ella detectó al instante—. Te estaba buscando.

Isabella cerró la mano sobre el cuaderno, escondiéndolo tras su espalda con discreción.

—¿Mamita, pasa algo?

La mujer sonrió. La misma sonrisa que las cámaras adoraban. La misma sonrisa que siempre escondió la verdad.

—Deberías estar descansando. Te ves cansada. ¿Todo bien?

—Sí —respondió Isabella—. Solo vine por un libro.

Su madre dio unos pasos hacia ella. La observaba con un interés que hacía vibrar el aire. Isabella sintió que la evaluaba, que buscaba señales, grietas, algo fuera de lugar. Su corazón latía lento, controlado, como había aprendido a hacerlo.

—Has estado… rara —comentó su madre, ladeando la cabeza—. Te noto más distraída. Menos alegre. ¿Algún problema?

Isabella sintió un impulso oscuro subirle por la garganta, pero lo tragó como lo había hecho toda su vida.

—Nada, en serio —musitó.

La mujer la miró un segundo más. Luego, sonrió otra vez y se acercó para acariciarle el cabello, gesto que a Isabella le produjo escalofríos.

—Sabes que puedes confiar en mí para cualquier cosa —susurró.

Y luego se fue, tan silenciosa como había llegado.

Isabella esperó hasta que los pasos desaparecieron por completo antes de dejar caer el cuaderno sobre el sillón. Su respiración se aceleró un segundo, pero enseguida regresó al ritmo correcto. Reaccionar en ese momento habría sido peligroso. Muy peligroso. Ella lo sabía.

Tomó el cuaderno y lo guardó en su bolsillo interno, uno que solo ella conocía. Luego salió de la biblioteca, caminando con la misma ligereza de siempre.

Subió las escaleras. Pasó junto a las fotografías familiares en la pared: sonrisas, premios, portadas de revistas, los tres juntos… una burla dolorosa ahora que sabía la verdad completa. Pero al final del pasillo, justo antes de llegar a su habitación, una foto la detuvo.

Era ella con su hermana. Dos niñas abrazadas, riendo frente al lago de la casa de verano. La mirada de su hermana parecía casi viva en ese retrato. Y por primera vez en meses, Isabella sintió no rabia, sino dolor. Un dolor tan hondo que casi le rompió el aire.

—Perdóname —susurró a la imagen—. Solo un poco más. Y todo estará saldado.

Entró a su habitación.

Cerró la puerta.

Se dejó caer en la cama. Miró el techo, sintiendo cómo las piezas del rompecabezas por fin encajaban. El cuaderno, las visitas nocturnas de extraños a la casa, los viajes que sus padres decían ser “de negocios”, el silencio cada vez que mencionaba a su hermana… todo estaba claro. Tan claro que dolía.

Pero ese dolor alimentaba algo más grande.

Sacó una libreta propia. La abrió por una página específica. Y con una tinta firme, anotó un nuevo nombre. El nombre del siguiente responsable. El que había participado, aunque fuera indirectamente, en el destino de su hermana.

Lo observó unos segundos, sintiendo esa energía oscura que la había acompañado desde que descubrió la verdad. No era ira descontrolada. No era locura. Era justicia. La suya. La única que quedaba.




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