La máscara de celeste

Capítulo 18: El Eco De Los Nombres Perdidos

La lluvia comenzó a caer justo cuando Isabella salió de la mansión. Gotas gruesas, frías, golpeando el suelo como si el cielo mismo quisiera advertirle que estaba cruzando un límite sin retorno. Pero ella no dudó. Llevaba consigo la llave del Instituto Lathmore, la carpeta del Proyecto Estela y una determinación que parecía quemar en su interior.

Caminó hacia el automóvil que había preparado horas antes, oculto en la parte trasera del jardín, lejos de las cámaras y los guardias nocturnos. Se subió sin hacer ruido, encendió el motor y dejó atrás la mansión Villagrán sin mirar una sola vez por el retrovisor. Ese lugar ya no era su hogar. Nunca lo había sido.

La carretera estaba oscura, iluminada solo por los faros del automóvil. La lluvia golpeaba el parabrisas con intensidad creciente, pero Isabella manejaba con precisión quirúrgica. Su mente funcionaba como un mapa perfecto: cada ruta, cada atajo, cada salida. Ella lo había planificado todo.

En el asiento del pasajero, la carpeta estaba abierta. Los nombres saltaban frente a sus ojos como fantasmas: políticos, empresarios, benefactores falsos… todos habían sido parte del engranaje que le arrebató a su hermana. Pero había uno que destacaba más que los demás.

Santiago Méndez.

El hombre que había firmado junto a sus padres.

El hombre cuyo nombre Isabella había escrito con tinta negra en su libreta.

Y el hombre que, según los documentos, tenía acceso directo al Instituto Lathmore.

—Eres el primer paso de mi final —susurró ella mientras giraba en la última salida hacia la ciudad.

El edificio del Instituto Lathmore no parecía una institución de reubicación ni un internado prestigioso. Era una estructura enorme, metálica, silenciosa, con ventanas oscuras. No había letreros, no había luces encendidas. Solo una torre alta cubierta de antenas y cables. Parecía más un laboratorio o un centro de detención que un instituto educativo.

Isabella estacionó el auto lejos, escondido entre árboles. Se colocó una capucha y bajó con un sigilo perfecto. El viento helado le golpeó la cara, pero no redujo su paso.

Al acercarse al portón, sacó la llave metálica: 04-B.

La colocó en la cerradura lateral, una pequeña estructura casi invisible en la pared. Giró la llave. Un clic resonó en el metal. La puerta se abrió.

El interior estaba oscuro, silencioso, impregnado de un olor a productos químicos. Isabella avanzó despacio, contando mentalmente sus pasos. No necesitaba un mapa; había estudiado la distribución del edificio con los documentos que encontró. Sabía exactamente a dónde ir.

Al fondo del pasillo, escuchó voces.

Se detuvo.

Eran graves, tensas, como si discutieran algo importante. Isabella se escondió detrás de una columna y prestó atención.

—No podemos seguir protegiendo a los Villagrán —decía una voz masculina, cansada.

—No tenemos opción —respondió otra—. Si cae uno, caemos todos.

Isabella apretó los dientes. Así que no solo habían vendido a su hermana… también habían ayudado a ocultar lo que le ocurrió después.

Siguió avanzando una vez las voces se alejaron.

Llegó finalmente a la puerta marcada como Archivo B. Insertó la llave nuevamente. La puerta se abrió con un sonido mecánico.

Adentro había cajas, carpetas, fotografías. Miles. Aquello no era solo un instituto: era un negocio. Un mercado de niños. Una red de poder.

Encendió la lámpara pequeña que llevaba. La luz amarilla cayó sobre las cajas.

Buscó en orden alfabético.

E
E
E…

Estela Villagrán.

Su corazón dio un vuelco.

Tomó la carpeta.

La abrió.

Las primeras páginas mostraban informes médicos. Notas psicológicas archivadas por personal del instituto. Fotografías de su hermana más pequeña, con el rostro serio, como si hubiera perdido el brillo infantil.

Seguía leyendo. Y entonces encontró lo que tanto había deseado como lo que más temía.

Una hoja titulada:

ESTADO ACTUAL: REUBICADA — UBICACIÓN CONFIDENCIAL

Isabella apretó la hoja con tanta fuerza que la arrugó.

Estela estaba viva.

Pero no sabía dónde.

No sabía con quién.

No sabía en qué condiciones.

Y sin embargo, esa noticia fue como un tiro directo al corazón: doloroso, pero liberador. Su hermana no estaba muerta. Había una posibilidad real de encontrarla.

—Estela… —susurró con una mezcla de esperanza y rabia.

Pero en ese instante, escuchó pasos a sus espaldas.

Rápidos.

Determinado.

Isabella apagó la luz. Se movió en silencio absoluto, pegándose a la pared.

La puerta se abrió.

Y una sombra entró.

Isabella contuvo el aire.

La figura avanzó hacia la mesa. Activó la luz de la sala. Isabella pudo ver su rostro.

Santiago Méndez.

El hombre que ella venía a buscar.

El hombre que había firmado el contrato.

El hombre que sabía dónde estaba su hermana.

Santiago miró la carpeta abierta, congelándose al reconocer el nombre de Estela.

—¿Quién… abrió esto? —murmuró.

Isabella salió detrás de él sin hacer ruido. Su sombra se proyectó sobre la mesa justo antes de que él girara sorprendido.

—Tú —susurró él, retrocediendo—. No deberías estar aquí.

—Tú tampoco deberías estar vivo —respondió Isabella con una calma mortal.

El hombre tragó saliva.

—Isabella, escucha… yo solo seguía órdenes…

—¿Órdenes de quién? —preguntó ella avanzando un paso—. ¿De mis padres? ¿Del instituto? ¿De todos los que se beneficiaron de la desaparición de mi hermana?

Santiago levantó las manos, tembloroso.

—Tu hermana está… bien. Lo último que supe fue que…

—Quiero saber dónde está —interrumpió Isabella.

Santiago dudó.

Ese segundo de duda lo decidió todo.

Ella lo miró con una frialdad que helaba.

—No me mientas —ordenó.




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