La máscara de celeste

Capítulo 19: La Caída De Los Villagrán

El amanecer apenas despuntaba cuando Isabella regresó a la ciudad. El cielo estaba teñido de un gris espeso, como si el mundo supiera que algo grande estaba por romperse. La mansión Villagrán se veía silenciosa, inmóvil, imponente… exactamente como siempre. Pero para ella ya no era un hogar, sino el escenario de la última confrontación.

Se estacionó lejos, a una cuadra, donde nadie podría relacionarla con el auto. Caminó con paso seguro por la calle vacía. Cada respiración era un latido anticipando lo inevitable.

Su corazón no temblaba.
No sudaba.
No dudaba.

Isabella estaba hecha de determinación pura.

Y esa mañana venía por la verdad… y por justicia.

La estancia principal estaba iluminada cuando entró. Alejandro Villagrán, su padre, estaba de pie frente a la chimenea, vestido con su traje de siempre, como si fuera un día normal. Su madre, Valeria, reposaba en el sofá con un té humeante entre las manos, fingiendo serenidad, aunque su mirada nerviosa la traicionaba.

Ambos levantaron la vista al verla entrar.

—Isabella —comenzó su madre, con esa voz suave y falsamente maternal—. ¿Dónde estabas? Llegas tarde. Te hemos estado esperando.

Su padre dio un paso al frente, evaluándola con ojos fríos.

—Hija —dijo Alejandro—. Siéntate. Tenemos que hablar.

Isabella no se movió.

No se acercó.

No obedeció.

—No soy tu hija —dijo con calma absoluta.

La taza de su madre tembló. Su padre entrecerró los ojos.

—¿Qué dices?

Isabella respiró hondo. Ya no había espacio para medias verdades.

—Fui al instituto —dijo con voz firme—. Al Instituto Lathmore.

Los gestos de ambos cambiaron al instante. Fue como ver máscaras caer.

Su madre palideció.
Su padre tensó la postura.

La mentira de años se quebró en silencio.

—¿Qué estabas haciendo allá? —preguntó él, aunque sabía la respuesta.

—Buscando a mi hermana —respondió ella—. A Estela.

Valeria dejó caer la taza. El cristal se hizo añicos.

—Tú no entiendes… —balbuceó—. No era algo personal, Isabella…

—Era negocio —terminó ella—. ¿No es así?

Su padre apretó la mandíbula. Ya no fingía. Su voz se volvió dura, despojada de toda paternidad.

—Tu hermana era un… error —dijo—. Y nosotros no podíamos permitir que un error destruyera todo lo que construimos. Había opciones. Se tomaron decisiones. Y tú deberías agradecer todo lo que tienes gracias a eso.

Isabella lo observó con una calma aterradora.

—Yo no pedí nada de esto —susurró—. No pedí una familia de mentiras. No pedí privilegios que se construyeron con el sufrimiento de una niña. No pedí vivir con monstruos.

Un silencio denso llenó la sala.

Su madre se levantó de golpe.

—¡Isabella, basta! —gritó—. Todo lo que hicimos fue para protegerte. Tú eras la niña con futuro. Tú eras la que podía darnos nombre. Ella… ella no tenía nada que ofrecer.

Isabella sintió algo dentro de ella romperse.
No era dolor.
Era liberación.

—Entonces hoy —dijo suavemente— tendrán que enfrentarse a lo que sí ofrezco yo.

Su padre dio un paso hacia ella.

—Isabella, escucha—.

Pero ella ya no estaba escuchando.

Sacó del bolsillo la carpeta del Proyecto Estela y la arrojó al suelo. Los papeles se esparcieron por toda la alfombra.

—¿Cuánto vale la vida de una niña, papá? —preguntó—. ¿Cuánto costó que la entregaran?

Los ojos de Alejandro brillaron con un destello oscuro.

—Lo suficiente —respondió.

Ese fue el último hilo que quedaba entre ellos.

La última esperanza de humanidad que Isabella esperaba encontrar… y no encontró.

—Entonces ya no hay nada más que decir —susurró ella.

El ruido comenzó a escucharse afuera justo entonces: murmullos, pasos, motores.

Su padre notó el sonido primero.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Isabella sonrió de lado.

—Justicia.

Porque mientras estuvo en Lathmore, ella no solo recogió información.

También envió copias.

Archivos. Contratos. Fotografías.

A los periodistas correctos.

A las autoridades correctas.

A las manos perfectas para desmoronar un imperio podrido.

La caída había empezado horas antes de que sus padres siquiera despertaran.

Su padre dio un paso hacia ella, furioso.

—¿Qué hiciste? —rugió.

—Lo que tú nunca hiciste —respondió Isabella—. Lo correcto.

La puerta principal tembló al ser golpeada desde afuera.

“¡ABRAN! ¡POLICÍA!”

Valeria cayó de rodillas, temblando.

Alejandro miró a Isabella como si fuera la responsable de todos sus males.

—Desagradecida… —escupió—. Te dimos todo.

Isabella lo miró por última vez, con esos ojos que ya no eran de niña.

—Me quitaron lo más importante —susurró—. Y ahora… pagarás por ello.

La puerta principal se rompió.

Agentes armados entraron a la mansión.

Gritos. Órdenes. Confusión.

Su madre lloraba.
Su padre intentó huir.
Los oficiales los inmovilizaron a ambos.

Isabella se mantuvo en pie, completamente tranquila en medio del caos.

Los agentes la miraron, sin reconocer en ella a la sombra detrás de todo.

Ella solo levantó las manos lentamente.

—Soy la denunciante —dijo—. Tengo pruebas.

Y con eso, el imperio Villagrán se derrumbó.

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Horas después, Isabella salió de la estación policial con paso sereno. Nadie la detuvo. Nadie sospechó quién era realmente. Para todos era la joven víctima, la hija engañada, la testigo clave.

Pero Isabella sabía la verdad.

Ella no era víctima.

Era la arquitecta del final.

Se subió a un taxi y dio la dirección del aeropuerto.

Llevaba en el bolsillo un papel con la ubicación de su hermana.
Un país distinto.
Un nombre distinto.

Un nuevo inicio.

El conductor la miró por el espejo.

—¿Viaje largo? —preguntó.

Isabella apoyó la cabeza en el asiento.




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