La máscara de celeste

Capítulo 20 : Renacer Entre Las Sombras

La noche estaba tan quieta que parecía contener la respiración junto con Isabella. El fuego que consumía la mansión de la familia Villagrán ardía detrás de ella como un monstruo anaranjado, elevando columnas de humo que parecían dedos gigantes tratando de alcanzarla. Pero ella no miró atrás. No había nada ahí que mereciera contemplarse: solo los restos de una vida corrupta, una familia que había comerciado con sangre ajena, y las últimas mentiras que la habían perseguido desde su infancia.

Isabella caminó sin prisa por el camino empedrado. La tierra húmeda amortiguaba sus pasos, como si incluso el mundo entero estuviera tratando de borrar su rastro. Cada músculo de su cuerpo le dolía, pero su mente estaba extraviada en otra sensación: una mezcla inquietante de alivio y vacío. Había ganado… pero ¿a qué precio?

A pocos metros la esperaba un auto negro, sin placas, motor encendido. Sofía estaba al volante, mirando con los ojos muy abiertos el resplandor del incendio.

—¿Eso… eso es el fin? —preguntó cuando Isabella abrió la puerta.

La joven no respondió enseguida. Se dejó caer en el asiento, apoyó la cabeza en el reposacabezas y respiró profundamente. El aire olía a humo, pero también a libertad.

—Es el fin para ellos —murmuró finalmente—. Y el comienzo para nosotras.

Sofía tragó saliva, apretando con fuerza el volante.

—¿Y… no queda nadie más?

Isabella ladeó la cabeza, observando la carretera oscura al frente.

—Nadie que pueda hacernos daño.

Sofía no insistió. Encendió las luces, metió la marcha y el auto empezó a avanzar. El rugido del motor se mezcló con el crepitar distante de la mansión derrumbándose.

El viaje duró horas. Pasaron por carreteras desiertas, por puentes abandonados y pueblos que parecían dormidos. Nadie sospechaba que dentro de ese auto viajaban dos fugitivas; una de ellas, la mente detrás de una cadena de venganzas que los medios llamarían “el exterminio de la élite corrupta”.

La policía encontraría las ruinas y los cuerpos, pero no las respuestas.

Eso ya no era problema de Isabella.

Cuando amaneció, el cielo era de un azul suave. Se detuvieron cerca de un mirador sobre un acantilado, donde el mar golpeaba las rocas con furia contenida.

Sofía bajó primero, respirando hondo, como si fuese la primera bocanada de aire real después de días. Isabella la siguió unos segundos después. El viento le agitaba el cabello, fresco, salado, limpio.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Sofía, sin quitarle la mirada al horizonte.

Isabella se quedó en silencio, dejando que el mar respondiera por ella. Las olas chocaban contra las rocas con una fuerza tan familiar que la hizo sonreír. Había pasado tanto tiempo ahogándose en recuerdos, que ver el agua moverse libremente le producía una paz extraña.

Sacó un pequeño paquete de su chaqueta. Era una cadena plateada, con una diminuta letra A colgando.

La última pertenencia de Alma.

Sofía la observó en silencio mientras Isabella la sostenía como si fuera un tesoro o una herida.

—¿La extrañas? —preguntó.

—Todos los días —respondió Isabella—. Pero ahora, por fin, puedo recordarla sin que me duela respirar.

Colocó la cadena en el borde del acantilado, justo donde el viento la hacía tintinear.

—¿La dejarás aquí? —preguntó Sofía.

—No —dijo Isabella, y su voz se volvió firme—. La llevaré conmigo. Siempre.

Tomó la cadena de vuelta, se la puso alrededor del cuello y apretó el dije contra su corazón.

Sofía sonrió.

—Supongo que… deberíamos buscar un lugar donde empezar de nuevo.

—No —Isabella negó suavemente—. Vamos a crear uno.

Los ojos de Sofía brillaron con una mezcla de miedo y emoción.

—¿Te das cuenta de que eso suena como el inicio de una locura nueva?

Isabella rió por primera vez en mucho tiempo. Una risa ligera, sincera y peligrosa a la vez.

—No una locura. Un renacer.

Mientras volvían al auto, Isabella sintió una calma que la sorprendió. No era inocente. No pretendía serlo. Había matado. Había destruido vidas. Pero todas llevaban la marca de la corrupción que había arruinado la suya.

Ella no era un monstruo sin razón. Era el producto final de un sistema podrido.

Y había decidido sobrevivir.

Subió al auto. Sofía tomó el camino que seguía bordeando los acantilados. El mar resplandecía a su lado, como si la estuviera escoltando hacia un destino desconocido.

A mitad del trayecto, Sofía habló:

—¿Y qué nombre vas a usar ahora?

Isabella la miró por el rabillo del ojo. El nombre “Villagrán” ardía demasiado. El nombre “Isabella” incluso sabía a ceniza.

Miró el dije que llevaba ahora en el cuello.

—Alma —dijo con una sonrisa casi imperceptible—. Llámame Alma.

Sofía sonrió también.

—Bienvenida de nuevo.

Isabella apoyó la cabeza en el vidrio mientras el paisaje cambiaba. Por primera vez, no sentía el peso del pasado sobre los hombros. Solo la adrenalina de la libertad y la sombra dulce y peligrosa de un futuro sin límites.

El mundo allá fuera no tenía idea de quién era ella.

Y eso le daba todas las ventajas.

EPÍLOGO

Semanas después, en un país lejano, una mujer con cabello oscuro y ojos fríos alquiló una pequeña casa en la costa. Nadie conocía su historia, nadie hacía preguntas. Era amable con los vecinos, discreta, siempre sonriente.

Por las noches, sin embargo, el brillo en sus ojos decía otra cosa.

A veces se sentaba frente al mar con un cuaderno nuevo, escribiendo nombres que nadie más conocería. Nombres de personas cuyo poder estaba edificado sobre injusticias, silencios comprados y víctim as olvidadas.

Ella ya no buscaba venganza.

Buscaba equilibrio.

Y el mundo, por fin, iba a conocerlo.

Con un nuevo nombre.
Una nueva vida.
Y un espíritu tan libre como peligroso.

Así nacía Alma.




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