=El trayecto de vuelta, Lauría - Noche=
El viaje de regreso al penthouse fue un borrón de luces de la ciudad vistas a través del cristal blindado. Andrea no recordaba haber salido del almacén ni haber subido a la camioneta. Su único punto de anclaje era Nicolás. Desde que la había levantado del suelo polvoriento, no la había soltado. La tenía en su regazo en el asiento trasero, sus brazos rodeándola como una jaula de acero, pero por primera vez, no se sentía como una prisión, sino como el único lugar seguro del universo.
Él no decía nada. Solo la sostenía, su rostro enterrado en su pelo, respirando su aroma como un hombre que se ahoga y por fin encuentra aire. Ella podía sentir los temblores que recorrían su cuerpo, la tensión de la adrenalina abandonándolo, dejando tras de sí algo crudo y vulnerable que nunca antes había visto en él. Por su parte, Andrea se aferraba a la tela de su camisa, sus nudillos blancos, escuchando el latido furioso de su corazón bajo su oído. Era el sonido de la vida. El sonido de que había sobrevivido.
Dimitri y Seraphina iban en otro vehículo. Este tiempo, este espacio, era solo para ellos. Un capullo de silencio en medio del caos de la noche.
Cuando llegaron al garaje subterráneo del edificio Volkov, Nicolás no esperó al conductor. Abrió la puerta, la tomó en brazos como si no pesara nada y la llevó hacia el ascensor privado, sin romper el contacto, como si temiera que si la soltaba, se desvanecería.
=El Loft, Lauría - Noche=
Al entrar en el loft, la primera persona que vieron fue a Clara. Estaba de pie en el centro del salón, con los brazos cruzados, su rostro una máscara de ansiedad y reproche.
—¡Nicolás! ¡Por el amor de Dios! ¿Dónde estabas? ¡La policía llamó, hubo un tiroteo en los muelles, yo…! —Se detuvo en seco al ver a Andrea, sucia, despeinada y claramente traumatizada, en brazos de su sobrino—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha hecho esta chica ahora?
La pregunta fue tan cruel, tan fuera de lugar, que algo en Nicolás se rompió definitivamente. Se detuvo y miró a su tía, y la frialdad en sus ojos no era la de la ira, sino la de una indiferencia absoluta y final.
—Fuera —dijo, su voz era un susurro mortal.
Clara parpadeó, incrédula.
—¿Qué?
—He dicho que te vayas de aquí. De mi casa. Ahora mismo —repitió él, cada palabra era un trozo de hielo—. Mi gente ha preparado tus maletas. Un auto te espera abajo para llevarte al aeropuerto. Tu juego ha terminado, tía.
—¡No puedes hablarme así! ¡Soy tu familia! ¡La única que te ha cuidado! —chilló Clara, su compostura finalmente rota.
—Y casi consigues que me maten a la única persona que me importa en el mundo —replicó Nicolás—. Has terminado aquí. Vete.
Dejó a Andrea suavemente en el suelo, pero mantuvo un brazo protector a su alrededor. Se quedó allí, de pie, como una barrera entre Andrea y su tía, hasta que Clara, viendo la resolución inquebrantable en sus ojos, soltó un sonido ahogado de pura rabia y se dio la vuelta, marchándose para siempre de sus vidas.
Cuando el sonido de sus pasos se desvaneció, un silencio profundo llenó el apartamento. Nicolás se giró hacia Andrea. Su mirada recorrió su rostro magullado, sus muñecas enrojecidas. Con una delicadeza que ella nunca había conocido en él, la guio hasta el enorme sofá y la hizo sentarse.
Desapareció por un momento y regresó con un botiquín de primeros auxilios y un paño húmedo. Se arrodilló frente a ella y, sin decir una palabra, comenzó a limpiar suavemente la suciedad y la sangre seca de sus manos y muñecas. Su toque era reverente. Cada roce era una disculpa silenciosa.
Andrea lo observaba, las lágrimas finalmente comenzando a brotar de sus ojos, silenciosas y calientes.
—Pensé… —susurró ella, su voz rota—, cuando ese hombre me puso la pistola en la cabeza… pensé que te alegrarías. Que sería una solución fácil a tu problema.
Nicolás se detuvo. Levantó la vista, y en sus ojos había un dolor tan profundo, tan devastador, que le partió el corazón a Andrea.
—El mundo dejaría de existir antes de que yo permitiera que algo te pasara —dijo, su voz era ronca por la emoción—. ¿No lo entiendes, Andrea? Nunca lo has entendido.
—No —admitió ella, llorando abiertamente ahora—. Me rechazaste. Me rompiste. Luego viniste aquí y me encerraste. ¿Cómo podía entenderlo?
Él dejó el paño y tomó las manos de ella entre las suyas.
—Porque soy un cobarde. Y porque no sé amar. Solo sé poseer, controlar, proteger hasta asfixiar. —Respiró hondo, la confesión le costaba más que cualquier batalla—. Mi tía… pasó toda nuestra vida diciéndome que eras mi hermana. Que lo nuestro era incorrecto, un tabú. Que mi deber era protegerte, incluso de mí mismo. Y yo le creí. Dejarte ir en Cauria fue el acto más estúpido y cobarde de mi vida. Un error que casi nos mata a los dos esta noche.
Vio como la comprensión comenzaba a florecer en los ojos llorosos de ella.
—Cuando vi la alerta de que habías desaparecido… —continuó él, su voz quebrándose por primera vez—, el imperio, el dinero, la guerra con Ferrer… todo se convirtió en cenizas. No significaba nada. Lo único que existía en el universo eras tú.