La camioneta tosió dos veces, como un animal viejo que decide si seguir vivo o no, antes de que el motor finalmente rugiera.
La música estalló de inmediato, demasiado fuerte para los parlantes gastados; un sonido distorsionado que hacía vibrar las ventanillas y llenaba el interior de un eco metálico.
—Viejo… ¿seguro que este camino es el correcto? —preguntó Josh, ladeando el cuerpo desde el asiento trasero.
En el asiento de acompañante, Luz sostenía un mapa arrugado que crujía con cada intento de desplegarlo. El papel ya casi no resistía las felpas y dobleces.
—No se preocupen —dijo Rick, al volante, con una sonrisa confiada—. En Texas todo es recto.
Aceleró un poco más, como si quisiera dejar atrás el silencio del desierto, ese silencio que parecía pegarse al vidrio.
Las ruedas cortaban la carretera derretida, levantando ondas de calor que bailaban delante del capó.
En la parte trasera, Tina tarareaba junto a la música, sosteniendo una cámara vieja con ambas manos.
Grababa sin parar, buscando planos de sus amigos, del cielo, del polvo, de todo.
—Para el recuerdo… —murmuró, sin dejar de filmar.
A su lado, Josh, el más tranquilo del grupo, observaba el paisaje seco, infinito, como si pudiera perderse en él.
—Esto está muy desolado, ¿no creen? —preguntó, con un tono más serio que de costumbre.
Rick lo vio por el retrovisor.
—Esto suele ser así —respondió—. Texas no es de hablar mucho.
La carretera comenzó a estrecharse, casi imperceptiblemente al principio, como si fuera un pasillo que los invitaba a entrar en algo más grande, más oscuro… algo que aún no los había visto, pero ya los esperaba.
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A unos kilómetros, en un recodo de la carretera, un vehículo policial descansaba bajo el sol implacable. La pintura blanca y azul parecía hervir.
El Sheriff Dempsey Crowe estaba recostado contra la puerta, sombrero bajo, anteojos de sol sucios reflejando el desierto.
Frunció el ceño al ver una figura avanzar por el asfalto: un hombre enorme, caminando con una lentitud casi ritual.
La motosierra colgaba de su mano como si fuera parte de él.
Crowe se enderezó, acomodó el cinturón y caminó hacia la figura.
—¿Cómo estás, muchacho? —dijo en un tono que mezclaba autoridad y cariño gastado—. ¿Qué hacés por aquí, querido Jonah Sawyer?
Jonah no respondió.
No parpadeó.
Su rostro era un lienzo vacío, sin emoción, sin reacción. Sólo el calor deformando la silueta de su máscara improvisada.
El sheriff bajó la mirada hacia la herramienta.
—Veo que trajiste a tu amiguita contigo…
Jonah también bajó la vista. Sus dedos enormes rozaron el mango de la motosierra con suavidad, casi con devoción.
El motor apagado parecía contener la respiración.
—Andá a casa, muchacho —dijo Crowe, casi paternal, casi cansado—. Ya estás cerca.
Leatherface asintió una sola vez y continuó caminando por la carretera, su sombra pesada arrastrándose detrás.
De pronto, ambos escucharon algo:
un motor lejano, pequeño, ajeno a ese territorio.
El sonido vibró en el aire como un insecto intruso.
Leatherface se giró, tensando los hombros.
El sheriff también.
—Vete, Jonah —murmuró Dempsey, sin quitar la vista del horizonte—. Yo me encargo.
Jonah desapareció entre los matorrales secos, mientras Crowe se acomodaba el sombrero, preparándose como quien sabe que algo… o alguien… está a punto de cruzar una línea que no debería.
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Mientras tanto, a kilómetros de la camioneta juvenil, un sedán gris avanzaba por la carretera despoblada levantando una estela de polvo fino.
El sol castigaba el techo metálico sin piedad.
Howard Kane y Lester Byrne cruzaron un cartel oxidado, tan corroído que casi no se leía:
“TRAVIS COUNTY”.
Los tornillos vibraban con cada ráfaga de viento.
Kane mantenía las manos firmes en el volante.
Sus ojos, cansados, seguían la línea del horizonte como si buscara algo que todavía no sabía identificar.
A su lado, Byrne sostenía una carpeta abierta sobre las piernas. Fotos descoloridas de cuerpos aparecían y desaparecían mientras pasaba las páginas.
—Fijate en los cortes… —murmuró Byrne, arrastrando la voz—. No son de cuchillo. No son de hacha. Son… torpes. Brutales. Como si alguien no supiera lo que está haciendo… o no le importara.
Kane apretó la mandíbula. El volante crujió bajo sus dedos.
—Lo sé —respondió con un hilo de voz—. Y hay más casos en los últimos seis meses. Muchos más.
Byrne levantó la cabeza, sus ojos reflejando la luz blanca del exterior.
—¿Creés que lo estamos siguiendo… o que eso nos está llamando?
Kane no respondió enseguida. Trago saliva.
El aire dentro del auto se volvió más denso.
—No lo sé —dijo al fin, sin apartar la vista del camino—. Lo que no entiendo es por qué la policía de este condado no hizo nada. Ni un puto informe, ni una búsqueda, nada… Como si todos decidieran mirar para otro lado.
Byrne arqueó una ceja.
—O como si alguien les dijera que lo hagan.
Afuera, una ráfaga de viento levantó un remolino de polvo que se estrelló contra el parabrisas.
Parecía un susurro. O una advertencia.
Editado: 17.11.2025