El sol caía directo sobre la carretera, rebotando en la chapa caliente de la camioneta.
A lo lejos, parado junto a su patrulla, el Sheriff Dempsey Crowe observaba cómo el vehículo se acercaba.
Los lentes sucios ocultaban parcialmente unos ojos cansados… y peligrosos.
—Carajo… —murmuró Rick, ajustando el volante—. Un maldito policía. Ya nos hizo seña.
—Tina, apagá la música —pidió Luz.
El estéreo murió de golpe, como si hubiera entendido que no debía hacer ruido delante de ese hombre.
Rick frenó despacio y orilló la camioneta.
Los cuatro jóvenes observaron cómo Dempsey se acercaba con paso pesado, imponente bajo el sol: cabello blanco desordenado, barba áspera, uniforme gastado… y la placa “Dempsey” brillando como un mal presagio.
Finalmente, el sheriff se plantó junto a la ventanilla del conductor.
Rick bajó el vidrio. Lentamente.
Como si temiera que el sheriff mordiera.
—¿Podrían bajarse? —dijo Dempsey sin expresión.
Rick tragó saliva; un hilo de sudor bajó por su cuello. Luz lo miró, percibiendo su tensión.
Silencio.
Los jóvenes se miraron entre sí, indecisos.
—¿Acaso hablo chino? —repitió el sheriff, esta vez con un filo en la voz.
Josh levantó la vista desde el asiento trasero.
—Disculpe, pero… ¿al menos podría darnos las buenas tardes? —dijo—. Y no hicimos nada para que nos trate así. ¿Todos en Texas son así?
Dempsey dejó de masticar por un instante y clavó los ojos en Josh.
—Cuida tus modales, chico —respondió con calma venenosa—. No sabés nada de Texas.
Josh insistió:
—¿Para qué quiere que bajemos?
—Tengo que revisar el vehículo —respondió el sheriff—. Vamos. Bajen.
Rick apagó el motor.
—Vamos… —murmuró, derrotado.
Los cuatro se bajaron, el sol golpeándoles la cara, haciéndoles brillar la frente.
Josh masculló:
—No deberíamos bajar… es privado. Es nuestro vehículo…
Pero igual obedeció.
—Esperen ahí —ordenó el sheriff—. Voy a chequear el coche.
Antes de entrar, Dempsey olfateó el interior de la camioneta, como un animal entrenado para detectar problemas… o como alguien que conoce escenarios mucho peores.
Luego subió y comenzó a revolver todo.
Sin cuidado. Sin respeto.
Arrojando pertenencias, papeles, botellas vacías.
Hasta que encontró un bolso pequeño.
El de Luz.
Miró por la ventana.
Los jóvenes seguían discutiendo, distraídos.
Abrió el bolso. Ropa.
Perfume suave.
Sacó una prenda íntima.
La observó. La acercó a su nariz y la olió despacio, con un murmullo ronco:
—Qué linda fragancia para un lugar como este…
Y se la metió en el bolsillo con la naturalidad de quien guarda un arma.
Afuera, Luz decía:
—Tranquilos. No hay nada ilegal. No puede decirnos nada. Solo parece… cansado.
—Y cae pésimo —añadió Josh.
—Shh —lo cortó Tina.
Rick se pasó la mano por el cabello, inquieto.
—Rick… ¿qué pasa? —preguntó Luz.
—Nada… nada… —mintió él.
El sheriff continuó su inspección. Abrió el maletero.
Frunció el ceño.
Una manta enrollada. Pesada.
La tomó. La desenrolló.
Una pistola cayó en su mano.
Dempsey sonrió apenas, satisfecho.
—Vaya, vaya… mirá lo que tenemos aqui.
Salió del vehículo y cerró la puerta con un golpe seco.
Los cuatro lo observaron en silencio.
—¿Y esto? —preguntó el sheriff, levantando el arma como quien muestra un juguete encontrado.
Silencio absoluto.
Solo el crujido de los pastos secos moviéndose con el viento.
—Es… mía —admitió Rick al fin.
Luz lo fulminó con la mirada.
—¿Qué mierda, Rick? ¿Por qué traés eso?
—Seguridad… nada más. No iba a usarla… —dijo él, hundiéndose.
El sheriff se acercó paso a paso, hasta quedar frente a Rick.
—¿Es tuya? Cabeza hueca —dijo con desprecio—. ¿Te creés hombrecito?
Rick bajó la mirada.
—¿Te creés un veterano de Vietnam? —continuó Dempsey, acercándose aún más—. ¿O un sheriff como yo?
—No, señor… —susurró Rick.
Dempsey guardó el arma en su cinturón.
—Entonces te la voy a quitar.
—Está loco… —murmuró Josh.
El sheriff posó una mano pesada en el hombro de Rick.
Luego se volteó hacia Josh y le dio una palmada en la mejilla, suave pero humillante.
Josh apartó el rostro.
—Déjeme —respondió con rabia contenida.
Dempsey escupió al suelo.
—Ya pueden irse. Sigan derecho.
Los jóvenes suspiraron y subieron rápido a la camioneta, temblando.
Mientras arrancaban, el sheriff murmuró entre dientes:
—Malditos forasteros… traen sus mierdas, sus drogas y sus problemas a Texas.
La camioneta se alejó levantando polvo.
El sheriff los observó marcharse, inmóvil, con una expresión que no prometía nada bueno.
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Kane y Byrne se detuvieron en una gasolinera que parecía abandonada por todos menos por el calor.
El edificio, descascarado y con carteles que ya no anunciaban nada, crujía bajo el viento caliente que arrastraba polvo y un olor rancio a aceite viejo.
El sol caía a plomo. Hasta en la sombra se sentía el calor pegajoso que subía del pavimento.
Un viejo mecánico, encorvado sobre el capó de una camioneta oxidada, trabajaba sin prisa.
Llevaba una camisa manchada de grasa, rota en los codos, y un sombrero tan viejo que parecía parte de su piel.
Byrne se acercó a él mientras Kane, a unos metros, cargaba combustible con la mirada puesta en la carretera abierta.
El silencio era tan pesado que parecía que algo lo estuviera conteniendo.
—Disculpe, señor —dijo Byrne, suave, casi para no romper la quietud.
El mecánico no respondió. Solo giró una llave y el metal chirrió como si se quejara.
Byrne insistió.
—Estamos investigando unas desapariciones en esta zona. Últimos meses… varios casos. Usted vive aquí. ¿Sabe algo?
Editado: 17.11.2025