“… Beeee…”
Sólo veía azul; azul desesperación. O así le gustaba llamar al cielo. Ni siquiera tenía las suficientes arrugas como para considerarse digno de soltar un lúgubre suspiro aspaventero contra el gran manto celestial, pero no podía evitar agobiarse ante la rutina de su vida.
Despertar, cuidar a las ovejas y dormir.
Sin embargo, amaba con su alma aquellas pequeñas nubes vivientes. Desde hacía seis años y contando. Seis años desde que cayó enamorado de sus vívidos balidos tal cual arpa seductiva de Pandora. El tierno roce de vellón ante él lo hizo despejarse, aunque sea por un momento.
― ¿Qué sucede, Bronte? ― acarició a la suave criatura, mientras disfrutaba ser observado por aquellas estrellas color bort tan características de su mejor amigo ―. ¿Crees que ya es hora de regresar?
Sus orbes aceitunados se fundieron con el último fantasma del sol; dueño del horizonte, convirtiéndolos momentáneamente en una fiesta de llamas naranjas y verdes, hasta que el joven decidió cubrirse de los rayos con pereza. Dirigió entonces su vista a la tenue brasa enrojecida que comenzaba a formarse en la iglesia del pueblo. Asintió más para sí mismo que para sus fieles acompañantes, mientras que Bronte le regalaba una pequeña lamida al dorso de su mano.
No era necesario que apresurara al rebaño para agruparse, después de todo, incluso las ovejas funcionaban con sincronía ante la calma de la costumbre. Con un movimiento grácil comenzó a dirigir a los ovinos con rectitud al aprisco, disfrutando de los besos quisquillosos que la ventisca le otorgaba.
Poco antes de salir de la conocida llanura, Andros se volteó para atisbar fugazmente la montaña que lo despedía muy a la distancia, creyendo haber oído algún murmullo. Como hacía semanas que lo creía.
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Por mucho que estuviese agotado de sus actividades rutinarias, nunca se cansaría de agradecer a todas las fuerzas místicas el haber nacido en “El Camino de Apolón”. Tal nombre llamativo valía completamente la pena. Los habitantes estaban a rebosar de gratitud por su Dios Patrón, tanto así que decidieron bautizar gran parte de los terrenos vecinos a por la salud y bienestar del Gran Astro. Sin embargo, no era en vano. Algunas personas aseguraban adorar los cánticos que el aire le regalaba a los pobladores, otros creían ver ninfas corretear por los pastales, celebrando el tacto celestial que se depositó en el lugar. Y sólo pocos podían presenciar la atmósfera cálida de Deméter cuando bendecía el cultivo.
En pocas palabras, vivir en El Camino de Apolón era considerado ganarse un lugar en los Campos Elíseos, pero en un plano terrenal. Ocasionalmente se deliberaba entre susurros que el pueblo ganaba, sin dudar.
Andros sonrió apaciblemente al distinguir a su gente desde lo lejos. Sí, El Camino de Apolón era un ensueño, pero sus habitantes lo eran aún más.
El chico no tardó en disfrutar las habituales palmadas de bienvenida que recibía cuando terminaba su turno como pastor ovino. Las sonrisas tampoco se demoraban en aparecer, acompañadas de palabras de aliento para su persona.
― ¡Hoy te ves como nunca, Andros! ― le halagó Cadmo mientras sus vastas manos peinaban las ondas castañas del muchacho ―. Pareciera que fue ayer cuando te felicitábamos por tu primera guardia ante el rebaño. Nos llenas de orgullo, hijo.
Trataba de no lloriquear con Cadmo, pues no era el momento. El hombre poseía una complexión desmesurada, aunque sólo se debía al gran tamaño que su corazón llegaba a abarcar. ¿Quién diría que todo su amor se traspasaba a su repostería? Andros le dedicó un esbozo agradecido al maravilloso ser humano delante de él. Cuando estuvo a punto de siquiera decirle algo, el silencio envolvió a la muchedumbre. Ambos se giraron por inercia pura, a lo que unas manos huesudas les mostraban un gesto amable. Un fulgor cristalino calmó las almas vocingleras en un pestañeo de ojos, como era habitual. Sólo existía una persona capaz de tornasolar incluso a la mismísima estrella diurna.
― Vamos, Cadmo, no eres el único que quiere felicitar al muchacho.
― Por supuesto, su grandeza ― el hombre no tardó ni un segundo en hincarse ante la poderosa voz tan conocida.
Una cansada risilla se logró escuchar a duras penas, provenientes del anciano. Extendió una mano al hombro de Cadmo, y le apretó sin muchas energías.
― Ya te he dicho que sólo me llames Dior, por todas las ninfas ― dejó atrás a su amigo cubierto en una tímida pena, acompañada de risas ahogadas por parte del público. Se aproximó a Andros, deseando que su apariencia fatigosa no le evitase celebrar la ocasión como águila en pleno vuelo.
― Gran oráculo Dior, no esperaba su presencia…
El castaño estaba a punto de arrodillarse, pero el anciano lo detuvo. Al contrario, lo abrazó tenuemente como quien abraza a la corriente mañanera.
― Tonterías, Andros. No nos perderíamos este momento por nada del mundo.
Después de mencionar aquello, un rostro femenino silencioso se unió a ambos. Su oscura mirada se comparaba al filo de una lanza, pero era a la vez bastante neutra. Aún con un semblante gélido, le dedicó una sonrisa reservada al chico.