El chico de la ventana
¿Alguna vez has sentido que no sirves para nada?
Bueno, me presento: soy Angie, tengo 18 años y, durante toda mi vida, pensé que no servía para nada. Vivía imaginando que pasaría algo drástico que haría que mi vida diera un giro de 180 grados. Antes pensaba que eso era un poco imposible… pero no. En esta historia te voy a contar los drásticos cambios de mi vida.
¿Lo más curioso? Todo comenzó cuando menos lo esperaba. Ese es mi lema de vida, supongo.
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Hoy, por fin, empiezo quinto semestre de preparatoria. No es que me emocione demasiado, pero tal vez platicar con mis amigas y distraerme un poco de la vida tan aburrida que tengo me ayude. En todas las vacaciones no salí para nada, así que quizá sí me emocione un poco ir a la escuela.
—¡Angie, el desayuno ya está listo!
A lo largo del tiempo, me he acostumbrado a no desayunar. Había llegado incluso a odiarlo, pero después de que me dio gastritis por saltármelo tantas veces, mis padres empezaron a cuidar más mi alimentación.
Mientras bajaba las escaleras para ir a la cocina, me llegó un delicioso olor a comida. Tal vez ya era hora de desayunar.
—Debes apurarte, si no llegarás tarde a la escuela, Angie.
—Me levanté un poco tarde, pero seguro sí me da tiempo.
—Eso dices siempre. ¿Hoy cómo te irás a la escuela? —dijo mamá mientras me servía el plato de comida.
—Como siempre, en el transporte de siempre.
—Bueno, te vas con cuidado. Ahora me tengo que ir al trabajo, nos vemos más tarde, cariño.
—Gracias, mamá. Tú también ve con cuidado —y, como mi madre salía de la casa y se iba, así es como comenzaba mi vida tan “común”.
Rara vez había alguien en casa. Mis papás trabajaban mientras mis hermanos ya vivían en otro lugar. Rara vez venían a visitarnos.
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Mientras caminaba hacia la parada del transporte, el calor era insoportable. Es lo malo de ir a la escuela por la tarde, aunque ya me había acostumbrado.
A esa hora, casi todo se sentía automático: caminar, esperar, subir, sentarse… Pero ese día algo me detuvo por unos segundos al subir.
Él estaba ahí.
Sentado al final del transporte, con sus audífonos puestos y la mirada perdida en la ventana. Su mochila azul descansaba a su lado, tan ligera que parecía vacía, como si estudiar no fuera una de sus prioridades.
Se llama Jonas. Lo conocí desde primer semestre y, aunque no sé nada de él más allá de su nombre, siempre me ha parecido atractivo. Va en otro salón, pero lo veo seguido: en los pasillos, en la cafetería, o como ahora, en el transporte.
Hay algo en él que me intriga. Amo que sea tan misterioso.
Aunque sé que probablemente nunca nos hablaremos —no tenemos nada en común—, una parte de mí aún guarda esperanza, por más mínima que sea. Sin pensarlo demasiado, decidí sentarme justo al lado de él.
Tenía la música tan alta que podía escucharla a través de sus audífonos. Tal parece que le gusta una banda llamada Pink Floyd.
El recorrido hacia la escuela era largo, así que me puse mis propios audífonos y traté de relajarme.
Mientras el transporte avanzaba, las calles iban perdiendo ese silencio de la tarde. Pero dentro de mí, todo seguía igual de callado.
A veces siento que nadie nota mi existencia. No quiero sonar dramática, pero… simplemente siento que paso desapercibida.
Mis papás casi no están. Y cuando están, apenas hablamos. Mis hermanos ya hicieron su vida lejos, y aunque los quiero, se sienten distantes. Como si fueran personajes secundarios en mi historia.
Quizá por eso me llama la atención Jonas. No sé qué le gusta, en qué salón está ni cómo se comporta realmente, pero hay algo en él que me hace sentir menos invisible.
Hoy, sentado al lado de mí, parecía estar en otro mundo. Y, por un segundo, deseé formar parte de él.
Cuando llegamos a la escuela, fue el primero en bajarse. Caminaba sin prisa, con las manos en los bolsillos y la cabeza baja. Y yo me quedé ahí, sentada, viendo cómo se alejaba entre la multitud de estudiantes que comenzaban a llenar la entrada.
Me bajé después.
Empezaba un nuevo semestre, y con él… tal vez, deseaba algo más.