Me arrinconó contra la pared. Yo me pegué todo lo que pude a ella, sin saber qué hacer. Él apoyó la mano en la pared, quedándose frente a mí, mirándome y sonriendo.
—¿Qué hago? Saludarte, nada más —me dijo, muy fresco—. ¿Qué otra cosa podría hacer con una chica que está “tan comprometida” como veo que lo estás?
Eso último lo dijo con gran ironía.
—¿Por qué no te vas un poquito a la mierda, Martín? —lo empujé, pero ni lo moví—. Dejame en paz, andá con tu modelito... Qué raro que lograste despegarla de vos.
En ese tiempo no sabía que existía el término “tensión sexual”, pero era evidente que eso era lo que había entre nosotros. Una química extraordinaria que, si yo hubiese sido adulta, nos hubiera hecho matarnos a besos y caricias ahí mismo. Y aunque quisiera negarlo, usar mi raciocinio y el amor que sentía por Diego, lo que sentía por Martín me superaba.
—¿Estás celosa, Sele? —se burlaba, el muy inmundo—. ¿Te jode que Bárbara esté pegada a mí?
Se le hacía ese hoyuelo cuando sonreía, que me mataba.
—¡No seas tarado! Por mí, puede andar arriba tuyo todo el día. ¿Quién te pensás que sos? —menos convincente que discurso de político, lo mío—. Dejame ir, que mi novio me espera —hice énfasis en lo importante—. Y tu novia, calculo que también. Así que, circulá, que me estorbás.
El tipo me miraba como si estuviera en un trance... o no sé. Descifrarlo era complicado para mí.
—No te vas a ir de acá hasta que me escuches —se acercó más. Por Dios, ese perfume que usaba era un elixir que despertaba todos mis sentidos—. La semana que viene me voy a la universidad, pero te juro que, de vos, pendeja, no me voy a olvidar. No sé qué mierda me hiciste, ¡pero loco me tenés! Y no me importa que beses de esa manera frente a mí al idiota de tu novio. Sé que, si te besara ahora, sentirías mucho más de lo que sentís por él.
Solo a mí podían pasarme estas cosas. A mí, una romántica empedernida e inmadura hasta la idiotez, que no podía dilucidar sus sentimientos.
—Mirá, Martín —dije buscando escapar de mis propios embrollos—. Sos un tipo relindo y no te voy a mentir: me gustás. Pero quiero a Diego. Es alguien muy importante para mí. ¿Y sabés qué? No pienso cagar mi relación por alguien como vos, que anda con una y otra. Seré una pendeja y todo lo que quieras, pero sé que, si pierdo a Diego, me muero.
Por primera vez desde que lo conocía, se le borró esa actitud empoderada que lo caracterizaba.
—Mirá vos —dijo, resoplando. Su voz estaba cargada de enojo y... ¿despecho? —. Qué suerte tiene el tipo ese... Bueno, digamos que te creo. Porque sé que esto —hizo un vaivén con su dedo índice— nos pasa a los dos, eso lo tengo más que clarito. Pero allá vos y tu amor por ese estúpido. Te creía más inteligente.
Ese tono sarcástico me ponía de malhumor.
—Vamos a ver qué me decís la próxima vez que nos encontremos—continuó, con seriedad—. Mi propuesta de salir conmigo sigue en pie.
Apreté los labios, con unas ganas de patearle los testículos, pero me contuve. Lo único que quería era irme y escapar a los brazos de Diego, que me transmitían tranquilidad y seguridad. Cosa que Martín no: con él era todo lo contrario.
Martín representaba el peligro, la inquietud y la pasión. Era como estar al lado de un volcán activo: no se sabía en qué momento me iba a joder la vida. Él realmente me intimidaba, me daba miedo en el buen sentido de la palabra.
—¿Ya terminaste, Balbuena? ¿Sabés qué? Ya me tenés cansada con ese verso y esa postura de que te las sabés todas. Sos un terrible imbécil.
Esta vez sí le di un empujón para sacármelo de encima, abrí la puerta con una furia colosal y lo miré. Me temblaban las piernas, en realidad, toda yo temblaba.
—¿Sabés otra cosa? ¡Aunque fueras el último hombre en la tierra, saldría con vos! ¡Para mí, sos nadie desde ahora! —le grité, y me fui corriendo.
No sé si me habrá dicho algo o de qué manera me miró, no me detuve hasta que llegué a donde estaba Diego y prácticamente me abalancé sobre él, abrazándolo con fuerza y recostándome sobre su pecho.
—Hey, ¿qué pasa? —me dijo abrazándome y acariciándome el pelo.
Vi que Daniel, que estaba enfrente nuestro, levantó la vista y luego me miró. Estaba segura de que había visto a Martín salir de la zona de los baños, entonces le hice una seña para que no dijera nada. Hasta el día de hoy le agradezco ese acto de discreción, porque solo Dios sabe lo que habría pasado si Diego se enteraba de algo. Estoy segura de que, con lo que se odiaban, los dos hubieran terminado en el hospital.
—¿Me llevás a casa, mi amor? —le pedí, casi susurrando.
La puta madre, tenía una congoja que me aplastaba el pecho y no entendía por qué. No lograba vislumbrar qué era lo que me había hecho sentir semejante vacío.
Me puse el vestidito de algodón sobre mi bikini y agarré mis cosas. Mientras lo hacía, levanté la mirada y me encontré con la de Martín. El muy cínico le agarró la barbilla a la rubia y le dio un beso, metiéndole la lengua hasta la garganta... mientras me miraba.
¿Qué clase de hijo de puta, sádico y mentiroso hacía eso? Me llené de odio y resentimiento.
“Listo, a vos te hago la cruz para siempre. Estás muerto para mí”, pensé mientras terminaba de levantar mis cosas.
Martín Balbuena: historia terminada. Porque no soy rencorosa, pero sí memoriosa, diría una conocida conductora televisiva.
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Editado: 18.08.2025