Los Hermanos D'angelo [ahora en físico]

Prólogo.

Era la noche más oscura y fría de diciembre, tras cada exhalación salía una ola de vapor, la media luna estaba opacada tras varias nubes negras y un par de relámpagos que hacían prever que la lluvia no tardaba en caer…

—¡Tienes que llevártelos de aquí, Miguel Ángelo! —gritó la señora D’angelo mientras le entregaba sus hijos en la puerta trasera de la mansión.

—¡No sé a dónde!

—¡Toma el primer barco que salga lejos de aquí y anda en él!

Los disparos retumbaban por todos lados, eran demasiado estruendosos y mezclados con los gritos de agonía y de coraje en el interior, hacían parecer que había una guerra en la casa.

—¡Haré lo que pueda señora! ¡Lo prometo! —Tenía a los dos pequeños hermanos recién nacidos en sus brazos.

—¡Vete de aquí, Miguel! ¡Corre!

Estaban en el patio trasero de la gran mansión que pertenecía a la familia D’angelo, siguiendo el camino llegaría hasta el muelle donde tenían un par de botes anclados, si tomaba uno podría ir a la ciudad y subir a algún carguero que saliera lejos de ahí.

Comenzó a correr tan rápido como sus piernas le permitían, las gotas de la lluvia empezaron a caer y no dejaba de pensar en que las personas que estaban masacrando a la gente a la que servía lo seguirían para exterminarlo.

El bote estaba cerca, ya escuchaba a los sapos y a las ranas croar a la distancia. Colocó delicadamente a los bebés dentro de la embarcación y salió de un salto para desatar el barco.

Un grito de una mujer hizo que la piel se le erizara, era la señora D’angelo, sin duda alguna.

Se persignó y subió de nuevo para comenzar a remar.

—¡Ahí va! —escuchó a un hombre gritar.

—¡Dios santo! —Remaba lo más rápido que sus cansados brazos podían.

Los disparos surcaron el aire, tras cada detonación agachaba la cabeza como si eso lo fuera a salvar de un impacto en el cuerpo. El llanto de los niños era imparable, aún tenían sangre y pedazos de placenta sobre ellos.

«Espero que no mueran por el frío de la noche», era lo único que pensaba tras cada disparo.

Llegó rápidamente a la ciudad, estaban a tan sólo diez minutos y la corriente y los aires le favorecieron.

Miró hacia atrás y notó a varios barcos que lo estaban siguiendo muy de cerca, por lo que tomó a los niños y comenzó a correr de nuevo por el camino de piedras hasta llegar al centro del pueblo. Escuchó las bocinas de un barco y corrió en esa dirección, puede que estuvieran a punto de partir.

—¡Por ahí va! —gritaron unos hombres a sus espaldas y de nuevo los balazos se hicieron sonar.

Miró al frente, había una gran fila de personas para abordar.

De pronto, sintió un golpe húmedo a un costado, cerca del abdomen. Una bala lo había alcanzado.

Llegó a tropezones con una pareja que estaba haciendo fila para subir al barco.

—¡Ayuda, por favor! —dijo casi susurrando.

La mujer gritó de susto y asombro, pero rápidamente se acercó junto con el hombre que la acompañaba a socorrerlo.

—Mi nombre es Miguel Ángelo Rinaldi, tienen que proteger a estos niños, por favor… —No podía ni hablar, comenzó a toser sangre—, llévenselos de aquí… —terminó mientras les entregaba a los bebés, ambos estaban sin palabras.

Se puso de pie como pudo y dobló la esquina en un callejón hasta perderse a lo lejos.

Los soldados que estaban en el barco se acercaron rápidamente a ver qué pasaba.

—¡Americanos! —gritó uno de los que perseguían a Miguel.

—¡Vámonos! —rugió otro—. ¡No nos metamos con ellos!

La pareja estaba perpleja, no lograban comprender qué había pasado.

—¿Todo en orden? —les preguntaron los guardias.

—Sí, todo en orden, sólo eran… personas ebrias… —dijo el hombre.

Una vez se fueron los soldados, miraron a los niños por primera vez; dentro de las cobijas había varias monedas de oro y rollos de billetes, los bebés por fin habían dejado de llorar.

Por su parte, Miguel estaba recargado en la pared de un edificio cerca del muelle, desangrado, sin fuerzas si quiera para abrir los ojos.

—¡Todos abordo! —escuchó que gritaron a lo lejos, y después, el sonido del barco partir hacia su destino.

«¿Qué hemos hecho para merecer esto?», se preguntó mientras caía al piso, esperando la muerte.




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