Valentina
El día ha comenzado con una calma que me sorprende. Sofía ya no tiene fiebre. Su carita, antes apagada y febril, ahora brilla con una suavidad que me hace sonreír. Está mucho mejor. Luca entra en la habitación, con su rostro aún cansado, pero con una ligera sonrisa cuando ve que Sofía se ve mejor.
—¿Quieres desayunar algo? —me pregunta, su voz rasposa, como si la fatiga no lo hubiera dejado descansar lo suficiente. Yo niego con la cabeza, mi mirada fija en Sofía, que está jugando con las pequeñas mantas sobre la cama.
—Un café con unas galletas está bien —le respondo, sintiendo que el cansancio también se apodera de mí. Necesito un poco de calma, y un café me ayudará a despejar mi mente, aunque no sé si eso será suficiente para lo que está pasando en mi interior.
Luca asiente con la cabeza, sin decir nada más, y sale de la habitación, dejando a Sofía bajo mi cuidado. Me quedo mirando a la pequeña, que sigue con los ojitos brillantes, observándome sin perderme de vista. Su vulnerabilidad me toca en lo más profundo, aunque intente no dejar que mi corazón lo note demasiado.
Sofía me sonríe cuando me acerco a ella, y esa sonrisa me ilumina el día. Le acaricio la cabeza suavemente.
—¿Sabes qué, Sofía? —le digo, sintiendo que mi voz se suaviza sin querer—. Hoy te voy a poner un vestido bonito.
Voy a la pequeña bolsa de viaje que Luca había preparado para el viaje a la ciudad, un bolso que ahora está lleno de cosas para Sofía, como si no pudiera evitar prepararle todo lo que ella necesita. Busco entre la ropa hasta que encuentro lo que quiero: un vestido de flores rosa, que tiene un aire tan inocente y dulce que no puedo evitar imaginar a Sofía con él puesto. Es un vestido pequeño, de algodón, perfecto para el clima del día.
Sofía me observa atentamente mientras saco el vestido, sus ojos llenos de curiosidad y algo de expectativa. Cuando levanto el vestido, ella se queda mirándome, casi como si esperara que le hablara.
—¿Estás bien? —le pregunto, mientras me acerco a ella con el vestido en mis manos.
Ella asiente sin dudarlo, pero algo en su rostro me hace pensar que está buscando algo más.
—Sí, mamá, estoy bien —me responde con una naturalidad que me deja sin palabras por un momento. Las palabras caen en mi pecho como si fueran un golpe suave, pero lo suficiente para detenerme. ¿Mamá? No soy su madre, pero algo en mi interior se revuelca ante esas palabras, y no sé qué hacer con ellas.
La miro fijamente, mis dedos sujetando el vestido mientras trato de procesar lo que acaba de decir.
—No soy tu mamá —le digo, de manera suave, pero firme—. Soy amiga de tu papá.
Sofía me mira con una sonrisa dulce, como si no le importara demasiado. Y me sorprende aún más lo que dice a continuación.
—¿Puedes ser mi mamá? —pregunta con una ternura tan pura que me cuesta respirar—. Yo no tengo mamá o no la conozco, no sé dónde está —susurra, como si esas palabras fueran una verdad que acaba de aceptar.
Mis ojos se llenan de sorpresa y algo de tristeza. ¿Qué puedo decir ante eso? La miro con atención, tratando de procesar lo que acaba de contarme, algo tan doloroso que no debería tener que cargar tan pequeña. Nadie debería sentirse de esa manera, perder a su madre, o no saber dónde está.
—O sea que sí sabes que no soy tu mamá, pero te gusta llamarme mamá —le digo, un poco incrédula, porque la situación me sobrepasa. Sofía asiente, con una sonrisa traviesa que ilumina su rostro. Hay algo tan especial en su expresión que me hace sentir un torbellino de emociones.
—Sí, me gusta llamarte mamá —responde, y veo cómo sus ojitos brillan mientras me mira. La sinceridad en su voz es tan absoluta que no puedo hacer más que sonreír con ternura, aunque mi corazón se encoge.
—Bueno, entonces, ¿qué te parece si, por un ratito, soy tu mamá mientras te cambio y te pongo este vestido bonito? —le digo, buscando la manera de devolverle un poco de la alegría que parece querer regalarme con su sonrisa.
Sofía asiente rápidamente, sus pequeños bracitos levantándose hacia mí como si no hubiera nada más importante en ese momento que estar conmigo. La veo tan confiada, tan segura en su pequeño mundo que me siento completamente vulnerable a su ternura.
»¿Sabes qué? —le digo mientras la ayudo a ponerse el vestido—. Aunque no soy tu mamá de verdad, me encantaría que me llamaras mamá siempre que lo necesites. Porque, por ahora, yo estaré aquí para ti, para cuidar de ti, como lo haría una mamá.
Sofía sonríe ampliamente, y algo en mi pecho se aligera. Aunque no soy su madre, hay algo en esta conexión que se siente tan genuina, tan pura. La veo jugar con el vestido mientras lo ajusto a su pequeño cuerpo, y no puedo evitar sentir que, de alguna manera, somos una familia. Aunque de una manera extraña, no importa. Lo que importa es que estamos juntas, y eso es lo que más me llena el corazón en este momento.
Mientras la miro, me doy cuenta de que, quizás, solo tal vez, las familias no siempre son las que creemos, ni las que imaginamos. A veces, las familias se forman por amor, por cuidado, por lo que uno está dispuesto a dar. Y hoy, Sofía y yo, aunque no compartimos sangre, compartimos algo mucho más fuerte: el deseo de cuidarnos mutuamente.
La abrazo, y la pequeña me sonríe con ese brillo en los ojos que no tiene precio. Y en ese momento, siento que todo está bien.
El abrazo entre Sofía y yo dura un poco más de lo esperado, como si el mundo se detuviera solo para dejarnos disfrutar de un instante de paz. Sofía está tranquila en mis brazos, sus pequeñas manos aferrándose a mí como si nunca quisiera soltarme. La sensación de tenerla así me llena el pecho de algo cálido, algo que no sé cómo describir. Es como si, a pesar de todas las complicaciones que hemos enfrentado, de repente todo estuviera bien. Estoy tan absorta en este momento que no escucho la puerta abrirse.