Los Terrenales

Capítulo 8 - En animales

"Hasta tal punto de prometernos que si seguías viva y te encontrábamos, podíamos llevarte con nosotros".

Esas palabras resuenan interrumpidamente en la mente de Sadira.

—Mientes. Marx nunca haría eso. Él me permitió vivir aquí.

—Te dejó marchar porque las posibilidades de que sobrevivieras eran ínfimas. Ahora todo el cielo sabe que un ángel oscuro anda suelto por su culpa. Y no es una situación muy agradable para él, como comprenderás.

Por un momento Sadira se compadece de Marx. Al fin y al cabo, ha pasado de ser un ángel de la corte, en la cima de la pirámide social, a ser odiado por su pueblo. Al menos ahora sabrá lo que se siente, aunque no sea ni una décima parte de lo que la repudian a ella.

—Sé que te importa. A decir verdad, tú también le importaste en su momento. Así que... ¿por qué no le pones las cosas un poco fáciles y te vienes con nosotros por las buenas?

Sadira se dispone instintivamente en pose de combate, con las manos como puños y un pie ligeramente por delante del otro.

—Prefiero la muerte —expone contundente.

Pero el demonio opta por tratar de convencerla.

—Allí abajo podrías llegar a ser alguien. Alguien importante. Serías tratada como una reina y no como un engendro en busca y captura. Ya te he dicho que los ángeles oscuros son nuestros mejores aliados.

Debe reconocer que suena convincente. Pero ella es un ángel y pertenece al cielo.

—Gracias, pero ya soy una reina. La reina de la zona negra. Abali para los amigos. Y no tengo ninguna intención de abandonarla.

—Te ayudaríamos a desarrollar tu poder. Incluso tus alas. Podrías subir a la Tierra siempre que lo desearas. ¿No es eso lo que quieres, ser poderosa para ayudar a los humanos?

—¿Cómo sabes tú eso?

El demonio duda por unos segundos.

—Los rumores de tu fuga llegaron hasta el inframundo. Y no solo eso, tu vida entera es un libro abierto para los demonios. Sabemos que no te vinculaste a nadie, seguramente porque no tenías ni una chispa de luz que permitiera llevar a cabo el enlace.

Los ojos de Sadira se tornan vidriosos. Algunas lágrimas amenazan con desparramarse. El hombre se aproxima a su oreja, susurrándole casi al oído.

—Este día estaba predestinado desde el instante en que naciste —su voz se vuelve tan débil que estremece—. El momento en el que al fin aceptas tu verdadero yo.

La joven se llena de furia. Irradia odio, desborda rencor. Algunas líneas negras comienzan a surgirle de distintas partes del cuerpo. La más visible le recorre la piel desde el cuello hasta el rabillo del ojo derecho, atravesando toda su mejilla y aparentando una larga lágrima resbalada. De las raíces que le adornan la mano y antebrazo brotan numerosas espinas puntiagudas, adoptando un aspecto semejante al tallo de un rosal.

Trasforma el dolor en poder. Toda la energía que ha estado conteniendo emerge disparada. Casi sin pensarlo proyecta una poderosa onda de energía oscura que lanza al demonio varios metros por los aires. Transcurren unos segundos en los que yace tendido en el suelo y Abali los aprovecha para sujetarlo firmemente mediante unas gruesas raíces. Sadira se extraña, ¿ahora sí le ayuda? Parece que la zona negra solo está molesta por sus últimas palabras y no por su propia presencia en el lugar.

El demonio gruñe desde el suelo, visiblemente dolorido.

—Sí... exactamente como imaginaba. Aunque no es ni una pequeña parte de todo tu potencial —el hombre, amarrado al terreno boca arriba, esboza una sonrisa pícara—. Dime: ¿te sientes diferente ahora que has despertado parte de tu oscuridad?

Sadira repara en los hechos por primera vez. Poco a poco las líneas negras se atenúan, desapareciendo por completo pasados unos segundos. Dirige la mirada a su mano derecha y con un ciudado extremo intenta crear una pequeña esfera de oscuridad, pero en esta ocasión siendo completamente consciente de sus actos. Lo consigue sin mayor inconveniente, pero lo que más le fascina es que se siente exactamente igual. Es ella. Con sus principios indemnes y sus recuerdos intactos. La oscuridad no ha alterado su conciencia y eso le produce un alivio indescriptible. Se queda mirando la llama unos segundos hasta que finalmente recuerda la situación que le rodea. Cierra el puño y la bola se disipa. Fija la mirada en el demonio.

—¿Es que acaso intentabas provocarme?

El hombre obvia la pregunta.

—Ahora hazme el favor de decirle que me suelte —trata de deshacerse de las lianas pero le sujetan con una firmeza de admirar—. No tenemos tiempo para esto.

Sadira ríe por lo bajo.

—¿Se puede saber por qué iba a hacer eso? —extiende la mano en su dirección—. Pagarás por tu pueblo. Serás el ejemplo de que nadie debe entrometerse con la guardiana. Y mucho menos en su propio territorio.

Sadira busca una reacción que no llega, pues lejos de lo que cabría esperar, el demonio no muestra ningún interés por su advertencia.

—Antes te he dado a entender que la zona negra te había traicionado, que se había posicionado de nuestro lado. Pero lo cierto es que no es así.

Sadira baja la mano cautelosa. Quiere creerle pero no piensa precipitarse. Se cruza de brazos, esperando una explicación convincente. No le quita el ojo de encima.

—El resto de mi especie sigue ahí fuera, intentando atravesar la frontera. Solo me ha dejado pasar a mí —hace una pequeña pausa, dudando de cómo dirigirse al territorio...—. Abali no me ataca porque sabe que no soy su enemigo. Ni el tuyo tampoco.

Sadira duda unos segundos. Después mira expectante a su alrededor. De pronto una brisa apacible le acaria la melena y le da a entender que dice la verdad. Algo ha visto –o sentido– en ese ser que le ha inspirado confianza. Aunque Abali no sabría explicarle muy bien qué. Simplemente percibió que no venía con malas intenciones. Sadira alza los brazos pesarosa y no muy convencida anuncia:

—Si tú te fías, yo me fío.




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