No consigo recordar cuándo inició todo. Sólo recuerdo los gritos. Gritos, llantos, amenazas, disparos y muerte.
Esa noche mi madre entró a mi cuarto alrededor de las dos de la mañana tras abrir la puerta de un sólo golpe, como si ésta estuviese cerrada con llave.
Aún con el camisón puesto, me despertó con tan sólo nombrarme y, tras hacerme sentar en la cama del susto, me extendió mi mochila de la escuela y puso a mi hermanita de un año en mis brazos, ayudándome a ponerme de pie para acompañarme con sigilo y velocidad hacia el pasillo. Me exigió que no hiciera ruido y que caminara rápido.
Las cortinas de la sala estaban cerradas, aunque debido a la delgada tela pude distinguir las luces de un auto estacionado frente a la casa. No encontraba a mi padre por ninguna parte, pero no me animé a preguntar, limitándome a caminar por donde mi madre me guiaba.
Se oyó un disparo que nos sobresaltó a las tres y, posteriormente, el grito desgarrador de mi padre mezclado con la voz imperativa de un hombre que exigía a sus acompañantes ingresar a la casa. Danna, la bebé en mis brazos, comenzó a llorar y mi madre se apresuró a empujarme hasta el patio trasero, donde nos esperaba doña Paula, nuestra vecina, con el portón que conducía a su patio abierto y haciendo señas para que nos apresuremos.
Con lágrimas en los ojos, mi madre me pidió que corriera hacia doña Paula, haciéndome jurar que le haría caso en todo lo que me ordenase. Me dio un beso en la frente y me empujó para que corriera hacia la otra casa en lo que ella volvía hacia adentro.
Una vez allí, doña Paula nos guió hasta la casita de madera que su esposo, don Manuel, le había construido a su hija Ángela hace ya mucho tiempo, en la cual, solíamos jugar con Julia, la hermana de Ángela de mi misma edad. Allí nos quedamos Danna y yo durante lo que duró esa noche.
Desde mi sitio, pude escuchar los alaridos de mis padres y de Miguel, mi hermano mayor, quien era quien más gritaba, vociferando contra sus atacantes hasta que su voz se dejó de oír con el arrancar del motor del automóvil.
Doña Paula no salió a defender a mi familia, don Manuel tampoco. Tenían miedo.
Escuché a un hombre gritar: “¡¿Dónde están tus hijas?!” a lo que mi madre respondió entre llantos que estábamos en el interior, con nuestros parientes. Mi cabecita de nueve años no comprendía cómo mi madre, que tanto odiaba la mentira, pudiese mentir; pero sí entendía que salir de mi escondite representaría un peligro al cual mi familia se esforzaba por no exponernos ni a mi hermana, ni a mí. Esa noche, yo, una niña de apenas nueve años, con lágrimas en los ojos y la garganta hecha un nudo de fuego que me quemaba debido a mis esfuerzos por contener el llanto, me dormí en aquella casita de madera con mi hermanita en brazos.
Al día siguiente me desperté y ya no estaba en la casita de Ángela, sino en su cama, la cual se encontraba en el cuarto de Julia y había estado desocupada desde que su hermana se fue a vivir con su novio al interior luego de tener a Valentín, su hijo.
No encontraba a Danna por ninguna parte y caí en desesperación. Mi madre me había dejado a cargo de ella y, por quedarme dormida, ya la había perdido. Tenía mucho miedo de que aquellos hombres que irrumpieron en mi casa la noche anterior se la hubiesen llevado.
Salté de la cama y corrí hasta la cocina, donde doña Paula preparaba mate en silencio mientras Julia tomaba café con leche y mi hermanita se encontraba sentada en una sillita de bebé junto a la mesa comiendo puré de manzana. Sólo estábamos nosotras cuatro; don Manuel, al parecer, se había ido temprano a trabajar.
Silenciosamente me senté en la mesa junto a mi hermanita y Julia me saludó alegremente, parecía contenta de que estuviese ahí, nunca me había quedado a dormir a su casa; pero la verdad era que yo, más que emocionada, estaba desorientada y quería saber acerca de mis padres y de mi hermano Miguel.
— ¿Y mis papás? — dije, por fin; sobresaltando un poco a doña Paula, quien se volteó a verme rápidamente, quizás no se había dado cuenta de que me había levantado.
Casi instantáneamente dejó de hacer lo que estaba haciendo y caminó hacia mí, arrodillándose en el suelo para estar a mi altura y verme a los ojos mientras me tomaba por los hombros. Me miraba, suspiraba, desviaba la vista y volvía a verme, parecía meditar bien las palabras que estaba a punto de decirme.
— Tus papás… tus papás se fueron por un tiempito. — fue su respuesta.
— ¿A dónde? — pregunté yo, sin creer demasiado en que ese “un tiempito” era igual al que mi mamá solía referirse cuando yo le preguntaba cuánto faltaban para mi cumpleaños, o para las vacaciones, o para Navidad.