Manipulación Melody (versión borrador 3libro)

Capítulo 1- Cansada

Desperté de golpe, boqueando por aire.

No fue un despertar normal. Sentía que mi cuerpo estaba a punto de quebrarse, una fatiga tan pesada que aplastaba mis huesos contra el colchón. Pero lo peor era el calor. Mi piel ardía como si tuviera brasas bajo la dermis y mi corazón galopaba desbocado, golpeando mis costillas con la violencia de quien ha corrido un maratón sin descanso.

Sin embargo, más allá del dolor físico, había algo peor: un vacío. Un hueco en el pecho, una nostalgia devastadora por algo —o alguien— que me faltaba. Me dolía el alma de una forma que no sabía explicar. ¿Qué clase de sueño había tenido para despertar así? Lo intenté recordar, pero se me escapaba como agua entre los dedos.

Decidí levantarme. Necesitaba agua, café, lo que fuera para sacudirme esa sensación. Caminar hasta la cocina fue una tortura; cada paso era un esfuerzo titánico y las náuseas me subían por la garganta. Puse agua a calentar, apoyándome en la encimera para no caer. En ese momento entró mi madre. Me observó con el ceño fruncido mientras yo me sujetaba el vientre.

—¿Qué tienes? —preguntó, dejando las llaves sobre la mesa—. ¿Por qué te aprietas el estómago así? Te vas a lastimar si sigues haciendo fuerza.

—No es nada —mentí, con la voz ronca.

—Tengo frío —murmuré después de un silencio, temblando a pesar de que sentía que me quemaba por dentro—. Creo que me voy a acostar otra vez.

Mi madre soltó un suspiro de exasperación.

—No seas floja. Es domingo, sabes que necesito ayuda en la panadería.

—Mamá, de verdad, creo que tengo fiebre. Me siento muy mal.

Ella ni siquiera cambió su expresión. Se giró para buscar su bolso.

—Ahórrate los pretextos, ya me los sé todos. Arréglate, nos vamos en diez minutos.

Resignada, me arrastré hasta mi habitación. Busqué unas pastillas y el termómetro. Me lo puse, esperando ver una cifra alarmante que justificara mi estado, pero cuando pitó, el resultado me dejó helada: 36°C.

Miré el aparato con incredulidad. Mi cuerpo era un horno, sudaba frío y mis articulaciones dolían, pero según la ciencia, mi temperatura era perfectamente normal. El miedo empezó a trepar por mi espalda. ¿Qué me estaba pasando? Sin otra opción y con el temor de quedarme sola en ese estado, decidí obedecer. Acompañaría a mi madre.

El aire fresco de la calle no ayudó. Mi madre, ajena a mi tormento, caminaba animada a mi lado. Me contaba la historia de una clienta que se había quejado de que el pan estaba crudo, para luego saltar a su tema favorito: sus ganas de vacaciones.

—Estoy harta de estar parada todo el día —decía mientras caminábamos—. Debería irme a Japón. Siempre he querido ir, desde que era niña. Imagínate los cerezos, la comida...

Seguía hablando, presumiendo un viaje que haría sola porque yo tenía escuela. Normalmente me hubiera molestado, pero hoy sus palabras sonaban lejanas, como si estuviera bajo el agua. Yo solo podía concentrarme en no vomitar y en ese extraño vacío en mi pecho que persistía. Quería contarle sobre mi sueño, sobre esa sensación de pérdida, pero me pareció algo demasiado íntimo. Como un secreto que solo me pertenecía a mí.

Al llegar a la panadería, el olor a levadura y azúcar inundaba el lugar. Ya había clientes esperando.

—Ponte el mandil y empieza a atender —ordenó mi madre, señalando los casilleros.

Dejé mi bolso, tomé aire y salí al mostrador. La primera clienta fue una niña pequeña que señalaba una concha de vainilla con ojos brillantes. Al entregarle el pan y ver su sonrisa, sucedió algo extraño: el dolor disminuyó. Sentí como si una brisa fresca recorriera mi cuerpo, bajando mi temperatura.

Pensé que era coincidencia, pero ocurrió de nuevo. Atendí a otro niño, luego a un bebé que reía a carcajadas en brazos de su padre. Con cada sonrisa infantil, mi malestar físico se desvanecía. Era como si su inocencia me curara. Por primera vez en la mañana, mi estómago dejó de doler.

Estaba acomodando unas charolas cuando escuché una voz que me heló la sangre. No me hablaban a mí, sino a mi madre.

—Dreisa... Dreisa, espérame...

Me giré bruscamente.

—Te esperaré. No me enamoraré de nadie más. Esperaré el tiempo que sea necesario para volverte a ver. Siempre serás mi amor.

La voz provenía de una visión. Vi a mi madre, pero más joven, hablando con un hombre que se parecía muchísimo a mi padre. Me di una cachetada mental. ¿Estaba alucinando por la fiebre que el termómetro no detectaba?

Retrocedí asustada y tropecé con una caja. El ruido rompió la visión. Mi madre real me miró desde el otro lado del mostrador, no con preocupación, sino con algo parecido al miedo, y se apresuró hacia el sótano donde guardábamos los ingredientes.

El pánico se apoderó de mí. ¿Un demonio? ¿Locura? Bajé las escaleras tras ella, necesitaba respuestas. La encontré en la penumbra del sótano. Estaba llorando. Pero cuando se giró...

Grité ahogadamente. No eran lágrimas lo que brotaba de sus ojos, sino sangre. Espesas gotas rojas recorrían sus mejillas.

Sentí un piquete agudo en el pecho, directo al corazón, y el mundo se volvió negro.

Desperté con el pitido rítmico de un monitor cardíaco.

Mi madre estaba sentada junto a la camilla. Sus ojos estaban rojos de llorar, pero las lágrimas eran transparentes, normales.

—¿Qué pasó? —pregunté, mi voz sonaba débil.

—Te desmayaste —dijo ella, tomándome la mano. Pude notar que ahora sí sentía el calor anormal de mi piel—. Te encontré en el sótano.

Al menos eso confirmaba que no todo había sido un sueño. El sótano era real. ¿Y la sangre?

En ese momento entró el doctor. Revisó los monitores con cara de preocupación.

—Su temperatura es peligrosamente elevada —le explicó a mi madre—, aunque no encontramos infección. Tendrá que quedarse en observación.

Mi madre me miró, culpable.

—Perdóname, hija. Perdóname por no escucharte en la mañana. Si te hubiera creído...




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