En el instante en que recuperé el recuerdo, una sensación de extrañeza me invadió. Sabía qué lugar era, pero al mismo tiempo se sentía ajeno. Me senté en la cama, forzando mi memoria, hasta que la imagen se aclaró: era mi escuela secundaria.
No estaba dentro del edificio, sino en la carretera, cerca de aquel puesto de comida grasienta y el autolavado. Esperaba el transporte escolar. De pronto, sentí una presencia detrás de mí; escuché pasos y una voz, tan vívidos como si estuviera allí de nuevo, despierta.
Un chico misterioso pasó a mi lado ignorándome, subiendo al autobús. Comprendí de inmediato que no éramos amigos. Lo seguí y me senté en el asiento de enfrente, mientras él ocupaba el de atrás. Lo extraño era que él era el único al que podía escuchar con claridad. Las demás personas movían la boca, gesticulaban, pero no emitían sonido alguno.
Para probar si estaba soñando o en una realidad distorsionada, intenté gritar.
—¡Ahhhhh! —solté con fuerza.
Todos se giraron a mirarme, pero el sonido fue sordo. Entonces, el autobús comenzó a transformarse. Las luces cambiaron a un tono ámbar cálido, como de teatro, y los asientos se reacomodaron solos.
El chico misterioso se levantó. No tenía rostro; donde debían estar sus facciones solo había una bruma, mientras que los demás pasajeros eran perfectamente visibles. Sacó un violín de un estuche desgastado.
—Tocaré una nueva melodía que he creado —anunció. Su voz no sonaba en mis oídos, sino directamente en mi mente.
Cuando el arco tocó las cuerdas, el mundo se detuvo. Era un sonido tan puro, tan armónico, que mis músculos se relajaron al instante. Quería quedarme allí para siempre, atrapada en esa nota musical. Pero el sueño se rompió bruscamente con un frenazo ficticio frente a mi antigua secundaria.
La escena cambió. Mis amigas de entonces estaban allí. Corrí hacia ellas, desesperada por encontrar al chico.
—¿Saben quién es él? —pregunté, señalando a la nada. Ellas negaron con la cabeza.
—Heidy, vamos, ya llegó el profesor de matemáticas —dijo una, tomándome de la mano y arrastrándome hacia la realidad.
Desperté de golpe.
—¡Pum!
Mi madre golpeaba la puerta de mi habitación.
—¡Heidy! ¡Se te hace tarde! ¿No piensas ir a la escuela?
Me levanté desorientada. Miré el reloj y me di cuenta de que había dormido once horas seguidas. El sueño del violín se sentía incrustado en mi piel. Aún podía escuchar a mi madre en la otra habitación, llorando otra vez, murmurando el nombre de mi padre y lamentando haberlo forzado a amarla. Decidí no preguntarle nada; su dolor era un terreno minado que prefería no pisar hoy.
Salí corriendo hacia la preparatoria. En la entrada me encontré con Lu y Sia, mis amigas actuales.
—¿Dónde te metiste? Faltaste tres días seguidos —preguntó Lu, con un tono que sonaba más a reproche que a preocupación.
—Tuve un problema personal... —empecé a decir, pero antes de terminar, ya se habían girado para saludar a alguien más. Me sentí invisible, igual que en el autobús del sueño.
El día transcurrió entre burlas por mi ausencia y una sensación de soledad abrumadora. Me refugié en la biblioteca un rato, huyendo de todo, hasta que llegó la hora temida: el examen de matemáticas.
Entré al salón con el estómago revuelto. No había estudiado nada. Me senté en mi pupitre, sintiendo las miradas de desdén de mis compañeros y del profesor, que ya repartía las hojas con gesto severo.
—Saquen un lápiz. Tienen una hora. Y nada de hablar —sentenció el profesor.
Miré la hoja. Los números bailaban ante mis ojos sin sentido. El pánico empezó a subir por mi garganta. Cerré los ojos un segundo, deseando desaparecer, y entonces sucedió.
Empezó como un susurro y luego se convirtió en música. El violín.
La melodía del sueño regresó, inundando mi cabeza, bloqueando el ruido de los lápices y las risitas de mis compañeros. Escuchaba la voz del chico misterioso quejándose del cansancio de ensayar, y luego, la música fluía.
Mis ojos se abrieron, pero ya no sentía miedo. La música ordenaba mi mente. Miré el examen y, de repente, todo tenía sentido. Las ecuaciones se resolvían solas en mi cabeza. Tomé el lápiz y empecé a escribir frenéticamente.
En diez minutos, levanté la mano. —Terminé.
El silencio en el aula fue absoluto. El profesor me miró con incredulidad y luego con enojo.
—Deje de bromear, Heidy. Siéntese.
—No es broma. Terminé.
Se acercó, me arrancó la hoja y comenzó a leer. Su expresión pasó de la ira al desconcierto, y del desconcierto al miedo. Revisó una y otra vez, comparando con su hoja de respuestas.
—Esto... esto no es posible —murmuró. Me miró como si fuera un monstruo—. Levántate.
Me hizo vaciar mi bolso, revisó debajo de mi silla, incluso me cambió de lugar. Estaba convencido de que había hecho trampa. La chica más inteligente de la clase, que siempre me miraba con superioridad, me observaba ahora con una mezcla de envidia y terror.
—Vas a hacer otro examen —ordenó el profesor, sacando una hoja diferente de su maletín—. Uno más difícil. Y te sentarás aquí, frente a mí.
Me encogí de hombros. La música seguía sonando.
Volví a empezar. Esta vez, la voz en mi cabeza susurraba secretos, cosas que no lograba entender del todo, pero que marcaban el ritmo de mis respuestas. Escribí sin parar, guiada por esa mano invisible. Terminé en ocho minutos.
Cuando el profesor revisó el segundo examen, se dejó caer en su silla, pálido.
—Todo correcto... —dijo con un hilo de voz—. Puedes... puedes retirarte.
Salí del salón sintiendo la mirada de todos clavada en mi espalda. La directora me interceptó en el pasillo poco después para felicitarme; al parecer, las noticias volaban. Querían que fuera a concursos, que representara a la escuela. Yo solo asentí, aturdida, deseando volver a casa.
Al llegar, mi madre me recibió con una sonrisa forzada y un regalo: un gato pequeño que había adoptado.