Manipulación Melody (versión borrador 3libro)

Capítulo 3- Melodía del violín

El conductor del autobús me hizo una señal frenética.

—¡Súbete antes de que mi paciencia se agote por completo!

No lo dudé. Los otros vehículos me ignoraban o me esquivaban como si fuera un fantasma, así que subí de un salto. El interior del autobús era desconcertante: afuera parecía colorido, pero por dentro reinaba una oscuridad densa, asfixiante. Sabía que algo andaba mal, pero las puertas se cerraron detrás de mí.

El conductor, un hombre de rostro cansado, me observó a través del espejo retrovisor.

—No te preocupes —dijo con voz grave—. Aquí estás a salvo de ese monstruo que te tiene atada.

—¿Monstruo? —pregunté, aferrándome al respaldo del asiento.

—Esto ya ha pasado antes. Te protegeré y te llevaré a la iglesia antes de que nos descubran. Antes de que tu respiración falle del todo.

El miedo me paralizaba, pero había una sinceridad en sus ojos que me hizo confiar.

—¿Cómo te sientes? —preguntó tras un largo silencio—. ¿Quieres que ponga la melodía? Esa que te relaja y libera la tensión.

—Sí, por favor —susurré, cubriéndome los ojos.

Entonces sonó. La melodía del chico misterioso.
—El joven al que buscas está componiendo algo nuevo —dijo el conductor, como si leyera mis pensamientos—. Aunque dice que no es para ti... en el fondo sabes que la usas para sobrevivir a esta pesadilla.

La música inundó el vehículo y, sin poder evitarlo, caí en un sueño profundo.

Cuando abrí los ojos, el autobús se había detenido.

—Esta es tu parada —anunció el conductor con una expresión de infinita tristeza—. No temas. La melodía te seguirá. Si olvidas algo, trata de recordarlo a través de la música.

Bajé del autobús y me encontré en el mismo lugar donde me había recogido. Pero el ambiente había cambiado. La gente me miraba con terror y huía al verme pasar. No entendía nada. ¿Por qué me tenían miedo?

De repente, un grito desgarró el aire.

—¡¿Dónde habías estado?!

Mi madre.

No me dio tiempo a reaccionar. Me agarró del cabello con una fuerza brutal, arrastrándome hacia la casa ante la mirada pasiva de los vecinos. En medio del dolor, mi oído izquierdo captó una nueva melodía. No era relajante; era una melodía extrañamente alegre, discordante con la violencia del momento.

Mi madre abrió la puerta de una pequeña bodega en la esquina del patio y me lanzó dentro.

—¡Te quedarás ahí una semana! —gritó, con el rostro deformado por la ira—. ¡Sin comer! ¡Solo agua por haberte portado así!

—¡Mamá, no! ¡Por favor! —supliqué.

—¡Aprenderás! —bramó y cerró la puerta de golpe.

La oscuridad me envolvió. Golpeé la madera hasta que mis nudillos sangraron, gritando por ayuda, pero nadie respondió. Era como si hubiera dejado de existir para el mundo. Me dejé caer al suelo, desesperada. Solo quiero morir, pensé.

Pero entonces, al otro lado de la puerta, alguien comenzó a afinar un violín.

Reconocí el sonido. Era él. Thaian. O como se llamara.

—¿Hay alguien ahí? —grité, pegando mi oreja a la madera.

Nadie contestó, pero deslizaron una nota por debajo de la puerta: Espérame. Todo lo que hago, lo hago por ti.

En ese instante, la puerta se abrió de golpe. Mi madre estaba allí, pero su sonrisa era aterradora.

—Qué bonita carta... ¿Pensaste que era otra persona, verdad?

El pánico me dio fuerzas. La mordí en el brazo y salí corriendo. Corrí hacia donde había escuchado el violín, pero no había nadie. Solo vacío. Corrí hasta que mis pulmones ardieron, hasta que el escenario cambió de golpe, como en una película mal editada.

De pronto estaba en la azotea de mi casa. Mi madre me sostenía al borde del vacío.

—Si caes desde estos tres metros, te romperás el cuello —susurró con una risa que me heló la sangre—. O si tienes suerte, solo las piernas.

—¡Suéltame! —grité, pataleando.

—Como quieras.

Me soltó.

El tiempo se ralentizó. Sentí la brisa en mis mejillas y escuché el violín acercándose, in crescendo, hasta que el impacto llegó. Pero no golpeé el suelo. Caí sobre alguien. Un hombre me atrapó, amortiguando el golpe.

Mi madre nos miraba desde arriba, sorprendida. El hombre, que sostenía un violín roto por el impacto, me miró molesto pero aliviado.

—¿Eres el creador de la melodía? —pregunté aturdida. Él asintió levemente, pero antes de que pudiera decir más, la escena se distorsionó de nuevo.

Desperté en la calle, tirada en el suelo, cerca de la panadería.

Mi respiración era agitada. Me toqué el cuerpo. Estaba viva. Me levanté y miré a mi alrededor: era un día normal. La gente caminaba tranquila. Fui hacia la panadería y vi a mi madre atendiendo a un cliente, con su sonrisa habitual.

—Hija, ¿estás bien? —preguntó al verme entrar—. No deberías salir sola, te puede pasar un accidente como a tu padre.

Me quedé helada. ¿Había sido un sueño? ¿La bodega, la azotea, el conductor? Todo parecía una alucinación. Excepto por una cosa.

Me miré el brazo. Tenía marcas rojas, moretones con la forma exacta de unos dedos que me habían sujetado con fuerza. No fue un sueño. Alguien me sostuvo.

—Mamá... quiero ir a un psicólogo —dije, temblando—. Tengo insomnio.

—Está bien, cariño. Vamos el sábado. Aprovechamos para comer juntas.

Subí a mi habitación, intentando procesar la locura. Necesitaba respuestas. Encendí la computadora y busqué aquel examen de matemáticas imposible, el de los genios. Necesitaba probar mi mente.

Al empezar a leer las preguntas, las voces volvieron. Esta vez eran un caos: hablaban en japonés, italiano, portugués... y luego una voz clara en inglés dijo: "Eat".

¿Comer? No entendía nada. Me dolía la cabeza. Cerré los ojos y, sin querer, mi mente viajó de nuevo.

Estaba en un túnel oscuro. Caminaba lento, pero mis pies parecían de plomo. Al salir del túnel, vi la escuela. Pero yo era diferente.

—¿Qué haces parada ahí? —me preguntaron mis amigas—. Llevas dos horas bajo la lluvia.




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