Y todo eso solo sucedió el primer día.
Fuera de esa primera impresión y como aún no teníamos idea de cómo tratar a Matías, muchas veces le dejábamos el tiempo libre, pues al ser incapaces de manejarlo sin un estudio clínico, simplemente lo manteníamos en paz.
Descubrimos que a Matías le encantaba destruirlo todo. O bueno, tal vez estoy usando un verbo muy exagerado para lo que a él le gustaba hacer. Diré entonces que Matías tenía tanta ansiedad acumulada que cualquier objeto que tuviera en las manos, si no era para comer, rápidamente buscaba cómo deshacerlo. Sentir la plastilina en pedacitos y más pedacitos hasta que solo fueran puñados de arena Play-Doll, tomar los brazos de sus compañeros y estrujarlos en sus manos, rayar a conciencia sin ningún orden cualquier cosa que pudiera rayarse. Recortar y recortar y recortar y recortar.
Rayar, estrujar, despedazar y recortar. Rayar, estrujar, despedazar y recortar. Rayar, estrujar, despedazar y recortar. Todo una y otra, y otra, y otra vez.
La primera semana tenía que estar sentada en una de las sillas de los niños, muy cerca de él para mantenerlo controlado. ¿Que si fue incómodo? Uff, pues era como estar agachada pero sin tener que mantener el equilibrio, aunque levantarme con la falda era demasiado problema, afortunadamente la directora me permitía asistir con pantalón de vestir.
Pero en fin, que las primeras veces no paraba de repetir frases como: "¡Matías, no hagas eso! Eso está mal. ¡No, Matías, deja en paz a tu compañera! ¡Matías, siéntate ya! Vamos a sentarnos Matías. Matías, te quiero ver sentado aquí, ahora. ¡No, Matías! Mira Matías, deja que te ayude, ¡tranquilo! Matías, presta atención. Matías, guarda silencio. Ahorita no es momento de hablar, Matías, silencio. Matías, termina tu trabajo, no has hecho nada, ¡no, eso no!"
Podría seguir con más, pero tendría que llenar todo este capítulo y no es lo que busco por ahora.
Más adelante sabríamos que Matías sufría de un problema de ansiedad excesiva, pues no soportaba estar en un mismo lugar dentro de una misma postura, aburrido sin nada qué hacer. Aunque esto es normal en un niño de cuatro años, Matías tenía un detalle añadido: era incapaz de concentrarse en una sola cosa que no fuera aliviar su estrés.
Muy pocas cosas le aliviaban esa tensión y una de esas era recortar. Al inicio se desesperaba porque no sabía cómo sostener las tijeras y deseaba tanto destrozar y partir el papel que el no poder lograrlo le hacía sentir tan impotente que prefería descargarse gritando a pleno pulmón para que lo dejáramos en paz. En esas veces le ponía los dedos exactamente en los orificios de las tijeras tanto rato hasta que se sintiera comodo para usarlas; recuerdo que cuando al fin se los colocó, intentó recortar dejándose llevar y varias veces estuvo a punto de cortarme sino fuera porque era tijeras escolares.
—Vamos a hacerlo poco a poco. Espérate un segundo —tiraba mi cabello hacia atrás para evitar que nos estorbara la vista, y abrazándolo con un brazo lo ayudaba a colocar las tijeras de tal forma que viera cómo debía recortar—. Lo haremos por turnos, ¿de acuerdo? Abre las tijeras Matías... Muy bien, ahora cierra. Otra vez. Abre..., Cierra..., Abre..., Cierra..., Abre, cierra, abre, cierra... Muy bien, vas muy bien.
Y entonces, me sonrió. Por primera vez, desde que nos conocimos, me sonrió. Una sonrisa de éxtasis por el simple hecho de que ahora podía manejar unas tijeras.
Era precioso.
En ese momento no reflejé tanto mi emoción, me concentré en decirle que no apartara la vista de las tijeras y él, como lo haría cualquier persona que ha descubierto algo recientemente y no quiere perderlo, volvió a fijar su vista en las pequeñas ranuras, en abrir y cerrar, abrir y cerrar, una y otra vez.
En mí se había sembrado algo, pero para ese entonces estaba tan exhausta y frustrada por estar atrás de él que no presté mucha atención y dejé ese sentimiento a un lado. Más adelante aquella tijera se atacaría y Matías tendría otro ataque de desesperación que rompería a gritar, a lo que debíamos de repetir aquella misma maniobra una y otra vez. Le colocaba los dedos, le rodeaba el brazo, repetía palabras de arriba, abajo, arriba, abajo y cuando terminabamos en una esquina, yo le soltaba un seco "muy bien". Él, demasiado contento repetía aquella frase, tantas veces que siempre que recortaba algo, solo decía "muy bien".
Ahora Matías usa las tijeras con mano más experta, porque aunque antes debía ayudarle a sostenerlas, más adelante se volvió en una de las armas que más usábamos la maestra y yo a nuestro favor para ayudar una parte importante de Matías: su ansiedad.
El problema más grave de este pequeño no era su incapacidad para hablar, tampoco lo era su falta de atención o su desarrollo de aprendizaje.
El mayor problema de Matías era tan grave, que me oprime el corazón pensar que deberá luchar contra ello todos los días de su vida, a menos que algo o alguien más poderoso que nosotras pueda hacer algo al respecto.