—Maestraaaa, Matías me está molestando... —se quejó Valeria, una pequeña que estaba sentada justo a lado de él.
Sin pensarlo, exclamé:
—¡Matías! Deja en paz a tu compañera.
Pero no me hizo ningún caso. Él se había levantado de la mesa y había acercado su rostro excesivamente cerca de la cara de Valeria. La pequeña intentaba alejarse de él pero parecía que Matías no captaba su incomodidad. Creo que a este punto, sabrán que las personas con TDEA no entienden fácilmente las expresiones y posturas de gran mayoría de las personas. No es que sean cortos de entendederas, más bien, es que se les hace más complicado identificarse con las emociones de otros, es por ello que en varias de las estrategias para niños y adultos con autismo se les pone a repasar expresiones faciales donde aprenden a señalar cuando está uno triste, feliz o enojado, etc. Incluso se les puede enseñar qué hacer en esos casos.
Pero en ese momento, al ver a Matías acercarse tanto a Valeria de verdad creía que deseaba molestarla, pues cuando busqué sentarlo nuevo en su lugar volvió a acercarse a ella de manera muy exagerada.
—¡Maestraaaa! —se quejó de nuevo Valeria. La pobre casi tenía medio cuerpo fuera de la silla.
Comencé a molestarme, pues creí que de verdad le estaba faltando el respeto, pero había algo que no cuadraba en esa imagen.
Matías le estaba sonriendo.
No era una sonrisa de burla o un mueca de fastidio, sino una expresión agradable y sincera. Aunque mi primer impulso fue alejarlo de la niña, una idea estaba terminando en mi cabeza.
—Solo te está sonriendo Valeria, sonríele de vuelta. Está siendo amable.
—Pero me da miedo...
—Sonríele y verás que te dejará en paz.
Ella así lo intentó, pues a diferencia de la sonrisa de Matías, la suya estaba llena de incomodidad que casi parecía una mueca. Él siguió sonriéndole, acercándose a más y más hasta el punto que la pequeña dejó a un lado su intento de sonreír y le empujó.
—¡Valeria! —Exclamó la maestra—. No, eso no está bien, él solo te está sonriendo. No quiero que hagas eso.
—Pero es que...
—Solo te está sonriendo —repitió la maestra con más pausa—, ni siquiera te está tocando. Sonríele de vuelta y después ignóralo.
Valeria bajó la vista y resentida cruzó los brazos sin querer hacer otra cosa.
—¿Por qué hace eso Matías? —preguntó un niño.
—La está molestado —respondió otro.
—Nadie está molestando a nadie —explicó la profesora—. Solo está sonriéndole. Está siendo amigable.
En ese momento, Matías había perdido todo el interés en Valeria y se encontraba sumido de sus propios pensamientos. Después de comprender que aquello no iba a más, me había estado todo el tiempo en una esquina, realizando un par de tareas de recortes para material didáctico. En mi interior me imaginé estando en el lugar de aquella niña, pues en su caso también me hubiera puesto a la defensiva si alguien invadiera tanto mi espacio personal como lo estaba haciendo Matías, así que también me habría quejado.
Aquel comportamiento poco común se repetía. No solo con Valeria, sino también con todos los demás compañeros del aula. A veces él se acercaba a un niño en específico y le sonreía de esa forma tan curiosa. En otras se dedicaba a hacerlo por turnos entre los de su propia mesa de trabajo, pues los niños estaban repartidos en dos equipos para trabajar.
Admito que me parecía muy extraño, incluso daba miedo, pero cuando más adelante me puse a reflexionar acerca de ello llegué a una sola conclusión:
Matías deseaba hacer amigos.
¡Estaba socializando!
Hay un mito en el que dicen que las personas con autismo son incapaces de tener contacto con el resto de la gente. Prefieren estar solos, vivir en su propio mundo, apartados. Se cree que no soportan el contacto humano y se niegan a vivir con otra persona.
Pues bien, hay diferentes clases de seres humanos, diferentes personalidades en cada individuo y las personas con el síndrome del espectro autista no son todas iguales.
Hay que quitarnos de la cabeza que tener autismo no significa nacer con una etiqueta de marginado. De hecho, muchas veces se mal interpreta tanto a estas personas que son excluidas en contra de su voluntad. ¿No te ha pasado que deseas tanto encajar en un grupo de amigos pero estos no te consideran apto para pertenecer en él? ¿Qué haces en ese caso?
Te lo recuerdo: nada.
Algunos se esfuerzan y se pierden así mismos en el intento. Otros hacen como que no les importa después de todo. Pero el resultado es el mismo: un sentimiento de rechazo. Eso no significa que te pones automáticamente a gritar, llorar o encerrarte dentro de una habitación oscura. Significa que te retraes, suprimes esa inseguridad, haces como si nada sucedió y pasas página.
Te afectó ser rechazado, que prefieres no pensar en ello y creer que nada ocurrió. Más adelante, al acostumbrarte a guardar tus propias emociones tú mismo te alejas. Prefieres aislarte tú solo antes de sentir cualquier otro tipo rechazo.
En otras palabras, simplemente te lo guardas por temor.
Las personas con autismo también pueden llegar a experimentarlo y algunos lo captan más fácilmente que otros.
Esa misma semana, nos dimos cuenta que los niños se comportaban de manera apática con Matías; otros incluso llegaban a la agresión. Admitiré con mucha vergüenza, que en la mayoría de los casos me limitaba a alejarlo o vigilar que se mantuviera sentado en su asiento antes de permitirle interactuar con los demás niños.
En el recreo fue cuando me daba cuenta de que necesitaba esa cercanía de conexión humana.
Cuando el resto de los pequeños salían y aprovechaban para correr, jugar, o entretenerse junto con el resto de sus compañeros, él parecía muy inseguro de a dónde ir o qué hacer. Al principio caminaba un poco, viendo su alrededor con un gesto de verdadera incomodidad, pero entonces se sentaba en una esquina del edificio, con las manos en la barbilla y observaba simplemente a las hormigas.