Yo había descubierto un poquito de bondad a la que aferrarme, solo una pizca.
Lo primero que vi fue la máscara de carnaval. Era blanca y dorada, y cubría todo el rostro de su portador. Aun así, me permitía ver sus ojos y eso debía ser suficiente. Eran azules y vidriosos como los de un enfermo de fiebre.
—El Príncipe la está esperando.
No creía haberlo visto antes, su voz no me parecía conocida; sin embargo, ahí todo era tan cambiante que no podía estar segura. Llevaba una camisa blanca con una mancha roja casi por la cintura, una mancha de vino, supuse. Olía a vino. Su pantalón negro no llegaba a sus talones, dejaba piel pálida de los tobillos descubierta.
—La escoltaré hasta la fiesta—dijo.
Su forma de hablar no me gustaba, arrastrando las palabras. Sus ojos brillosos me recorrieron de arriba abajo y soltó un suspiro de disgusto. Casi pude adivinar lo que estaba pensando, que la novia del Príncipe no era tan perfecta como él clamaba. Por un segundo creí que me pediría que me cambie el vestido; sin embargo, se dirigió a la puerta de la estancia y la mantuvo abierta para mí, evidentemente resignado. No me gustó ese hombre, en lo absoluto.
Me quedé quieta en mi sitio, sin atreverme a mover un solo centímetro. Una fría ráfaga de viento se coló por la ventana abierta tras de mí. El aire trajo olor a cerdo cocido y a césped recién cortado, y un delgado mechón de cabello se escapó de mi peinado.
—Dígale al Príncipe que me siento muy enferma—dije—no puedo salir así.
Sus ojos se abrieron tras la máscara, mucho y por unos breves segundos. Podría haber jurado que fruncía el ceño, de repente deseaba arrancarle esa máscara de un tirón para poder ver su rosto. Tanto secretismo comenzaba a resultar agobiante.
—La llevaré a rastras si es necesario—dijo, su voz era gruesa y profunda, muy diferente a la voz chillona del Príncipe. En otra época, me habría parecido encantadora—¿Está… lista para bajar?
Miré mi vestido con disimulo, no creí que estuviera mal; sin embargo, supuse que nada era suficiente para estas personas. Lo elegí yo misma, mis hermanas siempre dijeron que entre las tres yo era la que mejor gusto tenía. Seguí al enmascarado por los pasillos de la casa. Entendía que el Príncipe enviara a alguien a buscarme, por mi cuenta no podría encontrar el salón principal. Me preguntaba si acaso llegaría el día en que podría recorrer la casa a mi antojo sin perderme. En días como ese, dudaba llegar a conocer el castillo en su totalidad, con tantas escaleras y pasadizos y esas puertas que no conducían a ninguna parte.
—¿Han llegado ya todos los invitados?—pregunté.
El enmascarado se tensó al escucharme hablar y disminuyó la velocidad con la que andaba. Tardó tanto en contestar que creí que no se molestaría en dirigirme la palabra.
—Solo esperan por usted.
A esas alturas podía escuchar la música desde el salón principal de la casa, era una melodía suave, y la primera que escuchaba desde que estaba ahí. Casi había olvidado cómo se escuchaba la música de verdad, no canciones que una tararea para no enloquecer, sino violines y pianos. Arte. El enmascarado observó un reloj que llevaba en la muñeca izquierda y volvió a apurar el paso. Tenía una forma peculiar de caminar, tambaleándose ligeramente. La fiesta no podía estar tan avanzada ya como para que los invitados se hubieran embriagado.
El olor a guiso de cerdo se hacía más intenso a medida que nos acercábamos al salón. Poco a poco comenzaba a reconocer ciertos lugares de la casa, sabía en cuál esquina había que girar para llegar a la fiesta y en cuál no. Gente de miradas grises y sonrisas amargas me observaban desde los cuadros que colgaban de las paredes, cuando pasamos junto a la pintura de un único y diminuto barco negro en medio de un océano, conté cinco pasos antes de cerrar los ojos. En esa pared había un cuadro que siempre evitaba ver. Se trataba del retrato de una hermosa mujer joven, de piel morena y rizos oscurísimos, tenía unos extraños ojos rosados y parecía estar pasando por muchísimo dolor. Era joven, incluso más joven que yo, pero llevaba una corona que debía pesarle sobre esa bonita cabeza. La misma corona que había visto en la biblioteca del Príncipe y que él había prometido que sería mía muy pronto. Me preguntaba si un día me retratarían y colgarían mi cara en alguna de las paredes de la casa, y si mi rostro mostraría el mismo sufrimiento que el de aquella muchacha. El Príncipe me dijo una vez que toda esa gente de los cuadros no tenía importancia, ya estaban murtos. En la casa no había un solo retrato del Príncipe.