El corazón se me saldría del pecho.
Me obligué a ignorar el frasco con aceite sobre el marco de la ventana, no servía para nada. Me acomodé los pantalones y apuré el paso, tenía que aprovechar que mis hermanas no estaban vigilándome. Ellas no pensaban en mí, yo podía llegar hasta mi capa colgada en el armario de caoba. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que me puse esa capa, ya casi había olvidado su peso sobre mis hombros.
Caminé más rápido aún, no dudé ni siquiera al pasar delante de la puerta de la habitación favorita de mi madre. Necesitaba salir, dejar de una vez el balcón de la biblioteca. Ya no faltaba mucho, recorrí lo que quedaba del pasadizo al tiempo que ponía la capa. No me eché a correr, si corría, estaba segura de iba a tropezar. Los gritos de júbilo se colaban hasta mi cerebro, no estaba tan lejos de la risa y la música. Hacía mucho que no bailaba.
Cuando la puerta de la casa se alzó delante de mí, contuve la respiración. La preciosa madera tallada a mano y los rubíes incrustados en el pomo parecían llamarme. Ábreme, nosotros vamos a guardar tu secreto. Yo quería que me hablaran, que me prometieran que no iba a pasar nada malo, o me iba a estallar el corazón. Una brisa de aire caliente me golpeó en la cara de golpe. Fue maravilloso. Era el mismo aire caliente que el que corría en el balcón, pero se sentía diferente, quizás porque traía consigo el olor del roble que había plantado mi padre cuando compró la casa, porque sabía que era el árbol preferido de mamá. Ese árbol también fue fácil de ignorar, aunque me recordaba los cuentos de mi infancia feliz.
Me alejé del camino principal para abrirme paso entre los arbustos que decoraban la entrada y me escabullí hasta los establos sin que me importaran las plantas que se arruinaban bajo mi peso al caminar sobre ellas. La yegua de mi hermana era lo único que ocupaba mis pensamientos, llegar hasta ella y escaparme de tanta tristeza. Sabía que, a esas horas, los establos tenían que estar vacíos. Cada vez que padre se iba a un viaje de negocios, ordenaba que nadie se acercara a los caballos pasado el mediodía. Mis hermanas no habían protestado, yo crucé los dedos por detrás de mi espalda cuando prometí obedecer. Yo había decidido no volverá cabalgar a menos que fuera necesario, y por fin esa noche lo era.
Los caballos ni se inmutaron en cuanto me vieron entrar, solo la yegua de mi hermana me miró desde su lugar en la cuadra, como si hubiera adivinado que estaba ahí solo por ella. El animal era negro, pequeño y dócil, perfecto para pasar desapercibida. Nos perderíamos juntas en la oscuridad del camino. Rápidamente, busqué su montura y la ensillé de memoria, confiando en recordar bien cómo hacerlo.
—¿Quién está ahí?
Una voz temblorosa hizo que me estremeciera cuando estaba a punto de montar la yegua. Asustada, pequé mi espalda al montón de heno que reservaban para el invierno y me encogí todo lo que pude. Aun con la escasa luz que se colaba desde fuera del establo pude reconocer al mozo que había hablado. Se trataba del encargado personal de los caballos de mis hermanas, que no se suponía que debía estar ahí a esa hora. Lo vi asomar su cabeza, recorrió el establo con la mirada y dio unos pasos al interior.
—¿Es usted, señorita?—preguntó, en un murmullo—¿Está ahí?
Contuve la respiración. Él estaba ahí por una mujer. Se trataba de un muchacho apuesto, de más o menos mi misma edad. Había llegado a trabajar a nuestra propiedad cuando mis hermanas y yo éramos niñas y hubo algo en él que a mí me gustó desde el primer momento. A mi hermana mayor en cambio, siempre parecía agobiarle que el chico la siguiera durante sus paseos de verano. O así había sido hasta hacía unos meses, cuando él empezó a pasar las mañanas a su lado sin que mi hermana lo largara de una patada. La primera vez que los vi plácidamente juntos se me antojó divertido, teniendo en cuenta que Lucia fue quien pegó el grito al cielo cuando pusieron a su amada yegua al cuidado de ese muchacho.
Señorita, había dicho eso ese muchacho. Me estremecí.
Agradecí a los cielos que el mozo no se hubiera animado a entrar en el establo. Cuando por fin se alejó de la puerta, pude respirar con normalidad. Acorté la distancia que me separaba de la yegua y me subí sin esfuerzo. La guie hasta la entrada de la cuadra con cuidado y ajusté las riendas. Esa fue la primera vez en toda la noche que dudé. Desde donde estaba tenía una visión completa de mi preciosa casa. A través de la ventana de la habitación de mi hermana no se veía ninguna luz, aunque ella siempre permanecía despierta hasta muy tarde, incluso después de que todos los demás en la propiedad ya nos habíamos rendido ante el sueño. Lucia se pondría colérica cuando se diera cuenta de que yo me había ido, estaría furiosa y desesperada. Iba a partirle el corazón. Mi hermana mayor gritaría y despediría a la mitad del personal, mientras que la más pequeña lloraría toda la noche.