Mi Chico Papelónico

1. No digas tu nombre

Hace falta solamente una milésima de segundo para enamorarte 

Hace falta solamente una milésima de segundo para enamorarte.

Pero ¿para desenamorarte?

Para desenamorarte hace falta todo el tiempo que sobró cuando nos enamoramos.

No todos nos enamoramos de la misma forma y, mucho menos, lo expresamos de manera similar. Cada uno lo expresa como sabe, puede y, claro, a su debido tiempo.

Mi forma de expresar mi primer amor fue un tanto extraña. Tan extraña que ni yo misma lo entendía, aún no comprendo si fue real, pero sé que aquello me hizo abrir los ojos. Descubrí que muchas veces te centras tanto en un deseo, en algo ficticio, que tú misma te privas de la valiosa realidad.

Mi aventura inició una mañana, la cual pintaba ser como cualquier otra. Como de costumbre, estaba tumbada sobre la cama, observando el blanco techo de mi habitación, mientras las palabras —no necesariamente coherentes entre sí—, se anticiparon en mi mente: pintura, chocolate, dibujo... abundaban una tras otra, como si fuesen procedentes de una larga fila india.

Entonces, mi mente se detuvo cuando la voz retumbante de mamá que provenía de la planta baja, estalló como una bomba entre todo el silencio real y el ruido de mis pensamientos:

—¡Summer!

Ése mismo era mi nombre, una estación que, realmente, no era mi favorita. ¿A quién le gustaba el verano? La piel se pone sudorosa y pegajosa, es desagradable. Como cuando Alex, mi mejor amigo, sale de clase de deporte y me abraza fuertemente, dejando que respire, a todo detalle, su petulante hedor.

Bueno, eso era parte de él. No imagino no haciéndolo.

Pestañeé tres veces y las palabras de una fila india desaparecieron. Había olvidado levantarme de la cama y alistarme para las horribles clases. Tendía a sumergirme tanto en mis pensamientos al grado de terminar olvidando el mundo exterior, el real. Era un problema grave cuando se requería rapidez.

Tal vez una parte de mí deseaba que mi madre no se acordara que tenía clase y me dejara descansar, claramente no sucedió.

Y no debía suceder.

Tras soltar un áspero bufido, como si de un animal salvaje se tratase, caminé a mi armario arrastrando los pies, sintiendo el peso del cansancio encima de mis hombros, como si cargara un elefante en mi espalda y poco a poco fuese cayendo hasta quedar como agua derramada en el suelo. Un charco hediondo en una alfombra que no busca nada más que la comodidad.

Ya sabes, una de ésas donde al barrer esconde todo el polvo por debajo, así que el aroma que desprendía era horrible y el polvo provocó que soltase un estornudo. Un estornudo como si fuese dado por mi tío Patrick. Me sorprendí a mí misma.

De entre mis labios salió un gemido por el cansancio acumulado y la sorpresa. Me levanté poniendo las manos frente de mí, con ayuda de un salto para volver a equilibrarme. Abrí el armario color blanco y de una caja magenta, con unas delicadas flores doradas, saqué una bola pequeña y redonda de chocolate.

El chocolate alegra mis mañanas.

Es como una mágica medicina que no sabe mal. ¿Qué tiene el chocolate que alegra a todos y cura los males?

El sabor del chocolate siempre se derrite dentro de mi boca y endulza a mi paladar con gran alegría. Me regocijo, sintiendo con mi mano las telas de las ropas frente a mí, dentro del armario.

—Solamente para despertar —me reprendí.

Sujeté el uniforme de la secundaria (que a su vez era preparatoria) en la que ya llevaba dos años sometida, simplemente era un manicomio para alguien que no estaba cuerdo del todo, ¡salud!

El uniforme era tan soso que, siempre que lo traía puesto, me sentía como una vieja estampa de un antiguo Londres. Colores opacos y aburridos. Una de las cosas por las que más me gustaba dibujar y colorear era para darle más color a mi vida. 

La verdad es que, por más entretenido que fuese ver una cinta policíaca en blanco y negro, no era el tipo de vida en la cual me hubiese estado estar presente.

¿Se imaginan ver todo solamente de esos tonos? Imposible. ¡Renuncio!

Antes de abrir la puerta de mi habitación, me observé en el espejo. Delante de mí estaba una Summer con el cabello rubio sin peinar, algunos cabellos estaban fuera de lugar. Las ojeras grandes se marcaban con fuerza por debajo de mis ojos, dos horribles bolsas negras cargadas de pesares y tareas aburridas.

Oh, sí, yo lucía bastante sosa con ese uniforme.

Estaba tan cansada y lo último que quería era arreglarme para verme un poco más decente, como a June le gustaba decir cuando ni siquiera tomaba el cepillo, pero en realidad yo sabía lo que estaba pensando; abrí la puerta y caminé por el pasillo de arriba, con los zapatos negros que, por cierto, seguramente estaban mal puestos y sin ajustar, se arrastraban por encima de la alfombra, hasta que llegué a las escaleras de madera, bajé corriendo, como ya era costumbre y, claro, teniendo precaución para no caerme y volver a lesionarme.

Una vez rodé por las escaleras y me rompí una pierna. ¡Punto para Summer!

Detestaba no poder todas mis extremidades bajo mi control.

Una vez en la planta baja, a unos pasos del primer escalón y tras sentir algo debajo de mi pie, bajé la vista, justo ahí en el suelo, debajo de mi zapato, estaba mi pequeña bolsa de cosméticos. Fruncí el ceño encaprichada, retrocedí unos pasos y me agaché hasta quedar a la par de ésta, había una pisada de un zapato de marca Vans.

Era mi turno ser la detective de esta aburrida cinta sin color.

Detestaba que June tomara mis cosas y luego las dejara así como así, donde siempre se le plazca. Eso era el resultado de lo que ocurría cuando ella hacía eso.



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Editado: 15.05.2024

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