Miguel.
Era una noche demasiado acalorada. Había mandado a Tania a su casa porque me tenía harto con sus celos e inseguridades. Agotado, abrí una Toña bien fría y me serví otro trago. Decidí poner música a todo pulmón, porque la calle estaba desierta, oscura, y en el vecindario no se escuchaba ni el zumbido de un grillo.
Tenía un año de vivir en este apartamento, aunque casi nunca estaba; el trabajo me absorbía. Ahora, con un nuevo puesto en la empresa de licorería de mi padre, me sobraba tiempo libre… y con él, el aburrimiento que me tenía al borde del colapso.
Me llamo Javier. Soy ahora el cajero —suena rimbombante, pero en realidad no es gran cosa—, hijo del dueño de la empresa. Intento ganarme mi mensualidad, aunque ni siquiera terminé mis estudios. ¿Por qué? Porque, la verdad, estaba aburrido… aburrido de todo. Incluso de mí mismo.
Tengo novia, o mejor dicho, novias… porque jamás me he enamorado. Lo mío son las fiestas de fin de semana, bailes, discotecas, mujeres, mucho alcohol y cero compromisos. Mi vida es un círculo monótono: nada me emociona, nada me hace reír, nada me interesa.
Unos golpes fuertes retumbaron en mi puerta. Fruncí el ceño, molesto. ¿Quién demonios podírecer a esas horas? Solo faltara que fuera Tania. Cuando abrí, me quedé congelado: frente a mí estaba una morena, con una sonrisa descarada y un cuerpo… digamos grande. Alta, robusta, con pocas curvas imposibles de ignorar.
O sea… gorda. O bueno, para no sonar ofensivo: pasada de cuerpo. Pero lo que más me descolocó no fue su tamaño, sino la seguridad con la que me miraba mientras sostenía un cucharón.
Levanté las cejas y la observé de arriba abajo, intentando descifrar qué demonios quería. Ella me devolvió la mirada con unos ojos que parecían querer perforarme el cráneo.
—¿Qué desea? —pregunté, sin quitarle la vista de encima y frunciendo el ceño, medio fastidiado, medio intrigado.
—Podría, por favor, bajarle a su música… aunque sea dos volúmenes —dijo ella, juntando los dedos como si estuviera rogando.—. Vivo enfrente, y créame, siento que me están licuando el cerebro. Ni siquiera puedo estudiar. Y si usted es un hombre que no tiene nada que hacer, pues póngase los audífonos y listo.
Me quedé callado un momento, sin creer lo que escuchaba.
—Ah, ya veo… está molesta por la música —respondí con ironía—. Lástima que no tengo audífonos. Y, sinceramente, creo que mis oídos ya no andan muy bien, por eso pongo el volumen alto. Pero, mire, tampoco creo que eso le afecte tanto a usted, señorita.
Ella bufó, como si hubiera escuchado la peor excusa de la historia. Sólto una risa burlesca.
—¿Cómo que no me afecta? ¡Claro que me molesta! Si usted no escucha bien, entonces fácilmente puede meterse los audífonos ya sabe dónde. —Me señaló abajo con un movimiento exagerado—. Así que bájele, o puedo poner un reclamo a los dueños del edificio. Porque, sinceramente, ¿a quién se le ocurre poner música a todo pulmón a esta hora? Por Dios… ¡no puedo creer que me haya tocado un vecino como usted!
Yo me crucé de brazos, ofendido.
—Pues váyase si no le gusta.
—Yo llevo cuatro años viviendo aquí, y no voy a moverme porque a usted se le antoje.
—Mucho peor, me iria yo. Amo vivir aquí, y si no le agrada la musica entonces pongase un tapon en los oidos.
La morena rodó los ojos con un dramatismo digno de actriz de telenovela.
—¿Y no le da pena decir eso? Si tanto ama su música, agarre sus maletas, métalas dentro de sus bocinas, y se larga a otro lado.
Dicho eso, dio media vuelta, entró a su apartamento y cerró la puerta de un portazo tan fuerte que hasta las ventanas vibraron. Al instante, un olor a comida casera se escapó de su casa y me dio directo en el estómago.
No tuve otra. Bajé el volumen, resignado, aunque antes hice el gesto con mis dedos de “dos rayitas” para mí mismo, sonriendo.
Ni modo. No tenía de otra. Así conocí por primera vez a mi vecinita, mejor dicho vecinota, después de un año viviendo frente a ella. La dueña de ese aroma a comida que siempre impregnaba mi apartamento cuando venia del trabajo… y ahora sabía que era una gordita sin curvas, pero con más carácter que cualquier modelo de revista.
***
Por la mañana me levanté temprano a sacar la basura, porque pasaría el camión y no tengo tiempo de estar dejando que se acumule. Apenas cierro la puerta, escucho la de al lado abrirse: la vecina. Me detengo un segundo mientras la veo, mirándome con algo que no se como descifrar.
Ella me queda mirando fijamente, mientras un fuerte olor a comida impregnaba el aire. Yo rodé los ojos y seguí mi camino hacia donde dejan las bolsas. Pero al darme la vuelta, la veo venir detrás de mí. Lanza su basura con fuerza, se palmea las manos y me mira con cierto fastidio. Por lo que la veo con arrogancia.
—Parece que usted se levantó de muy mal humor —le solté, sin entender por qué mi lengua se me aflojaba de esa manera.
En vez de seguir caminando, se detuvo y giró hacia mí. Sus ojos recorrieron mi cuerpo de pies a cabeza con descaro.
—¿Yo de mal humor? —replicó con media sonrisa—. Más bien usted sigue pegado en las sábanas, porque se nota que ni se ha lavado la cara, ni los dientes. Anda descalzo y, si me permite, creo que hasta huele a alcohol.
—Ve, estoy en lo cierto, amaneció pesimista.
—Debería usted primero fijarse cómo despertó y luego venir a catalogarme a mí —me dijo, levantando una ceja como si fuera la mismísima jueza de la moral—. Ay, se ve chistocito el niño… por favor, vaya y trate de mejorar su calidad de persona: báñese, cepíllese, y luego opine.
Y no contenta con eso, me soltó un gesto de lo más descarado.
—Primero fíjese en su cola… y luego viene a fijarse en la mía.
¡Zas! Remató la frase con un gesto exagerado, como actriz de telenovela barata, y de repente se largó a reírse a carcajadas, haciéndome una mueca que parecía más de payasa que de vecina, mientras seguía su camino como si hubiera ganado una batalla épica.