—Te quiero —dice mi madre.
Cuarenta años cumplidos y todavía soy la misma ilusa que cree que esas palabras van dirigidas a mí. Como si no llevara esperándolas toda una vida. Quizá esta vez lo he creído porque la situación, quieras o no, me supera. O quizá haya sido la hora; ya hemos dejado atrás la medianoche y las princesas nos convertimos en calabazas.
En realidad no hay más explicación que esa, soy una ilusa, pienso mientras sonrío y me cruzo de brazos.
—Te quiero —repite mi madre. Se lo susurra a mi padre. Al oído, un beso no correspondido en dos palabras.
Los contemplo allí, sobre el lecho que han compartido tantas veces, desde la puerta de su dormitorio. Mi madre susurra nuevas palabras mientras acaricia el rostro de mi padre con una mano que, por un instante, en la oscuridad del cuarto, semeja una araña, pero desde donde estoy no puedo oírlas. Y quizá tampoco quiero. Lo que quiero es entrar en el cuarto, encender la luz, llamar su atención, como he hecho tantas otras veces desde que tengo memoria. Quiero ser yo la que diga todas esas cosas que no se han dicho a tiempo; yo también vivo en esta casa y si no fuera por mí estarías sola, madre.
No lo hago. No tengo valor para interrumpir esta intimidad inesperada, esta exhibición de cariño privada. Soy una voyeur, una espectadora sin entrada. Vuelvo al salón, me siento en el sofá. En el televisor, que no recuerdo haber encendido, emiten una película en blanco y negro, de vaqueros, una de esas que mi padre nos obligaba a ver a mi hermano y a mí cuando éramos pequeños. Nunca se sentó con nosotros a ver los dibujos animados. Nunca me cansé de esperar que lo hiciera. Busco el mando de la televisión, perdido entre cojines y trapos y revistas amontonadas, y la apago. Veo que en el dorso de la palma de mis manos han aparecido nuevas manchas. Cada año brotan más, ya debería estar acostumbrada, pero todavía me siento incómoda con estas evidencias que certifican que me hago vieja, que me convierto en un remedo triste de esa tía Tula que me obligaron a leer en el instituto.
Suena el teléfono, me sobresalto. Es el móvil, lo he dejado sobre la mesilla del dormitorio de mis padres. Me apresuro. Abro la puerta, entro y camino a oscuras hasta la mesilla mientras la melodía repiquetea, mientras la vibración hace que el móvil tiemble y se agite como si quisiera demostrarme que está vivo.
—¿Sí? —susurro tras descolgar y salgo del cuarto. Mi madre continúa hablando al oído de mi padre. A pesar de las horas que son es improbable que vuelva a dormirse. No lo vamos a lograr ninguna de las dos, así que ni siquiera lo intentamos. Entorno la puerta. Pienso durante un momento si debería encender la luz, sentarme en la cama, hablar con mi madre.
Hablar. Lo descarto casi de inmediato y vuelvo al salón.
—¿Cómo está? —pregunta mi hermano.
—Bien —respondo sin estar segura de por quién pregunta, pero vuelvo al dormitorio para cerciorarme.
Mi hermano y su preocupación fingida.
Mi hermano y su verdadera familia: su mujer y sus cuatro hijos. Mi hermano, a pesar de todo el preferido de mi madre. Limita sus visitas a las ocasiones ineludibles, se muestra incómodo al cabo de un par de horas, apenas conversa conmigo. Se parapeta tras los niños para evitar los abrazos, las muestras de cariño. También las preguntas incómodas. Con todo, es el favorito. Siempre lo ha sido. El ángel de la familia. De la mía.
—Bien —repito.
En realidad quiero decirle que no venga, que da igual, que no importa, que nadie le va a echar de menos, que yo puedo, como siempre, hacerme cargo de todo. No lo verbalizo, aunque sé que debería hacerlo. Cortar de una vez por todas esos falsos lazos que pretenden mantenernos unidos. Aceptar que el reloj guía su vida como el calendario guía la nuestra. Mi madre susurra, y los susurros son el arrullo de mi impaciencia. Ese torrente de intimidad que se desliza por las sábanas, que se desborda por el cuarto y se aleja de su destinatario original; que invade mi espacio personal, si en realidad dispongo de algo que pueda denominar así sin ruborizarme.
—¿Ha llegado…? —dice mi hermano.
Yo niego con la cabeza, como si la distancia insalvable que nos separa no fuera impedimento para comunicarnos. El reloj de pared del salón celebra las cuatro de la madrugada. No son horas, no son horas para esto. Estoy cansada, no quiero hablar.
—Si quieres… —dice mi hermano.
—No —le interrumpo—. No. No hace falta. De verdad. Por la mañana nos vemos y hablamos. Te llamo otra vez dentro de un rato; en cuanto vengan, en cuanto sepa qué vamos a hacer. Tras unos segundos de silencio mi hermano bufa un asentimiento y se despide.
Por la mañana nos vemos. Es otra de esas ocasiones ineludibles. Otra lección de paciencia. De pronto tengo la necesidad de darme una ducha. De sentir cómo el agua enfría mi piel. Soy consciente de lo incómodo de esta necesidad inesperada, de lo inadecuado que será si me encuentro en el cuarto de baño cuando llegue la mujer del seguro, pero en el fondo me da igual.
Cuarenta años. Ilusa, sí. También desobediente y rencorosa. La misericordia se ausenta cuando entro en el cuarto de baño. Mi reflejo en el espejo me deprime. Me desnudo con rapidez —solo llevo la bata puesta sobre el camisón— y me meto en el cubículo un instante después de abrir el agua. Siento la humedad en la cabeza, en mi cuerpo. Me estremezco cuando las lágrimas se pierden entre la espuma. No tardo mucho, apenas unos minutos, y después me seco con mi toalla. A conciencia, cada centímetro de mi cuerpo, hasta que la piel enrojece al mismo ritmo que lo han hecho mis ojos. No mucho después, vestida de calle y sentada en el sofá, oigo cómo llaman al telefonillo. Es la mujer del seguro. Abro el portal y espero en la entrada, con la puerta abierta. Viene acompañada de dos agentes de policía.
—Buenas noches —dice uno de ellos al entrar.
Me pregunto qué diría yo en una situación como esta y no se lo reprocho. El otro agente se mantiene en silencio, con ambas manos jugueteando con los elementos de su cinturón, mirando al techo, al sofá, al televisor vacío. Quiero decirle que si lo que busca es entendernos, que si lo que quiere es saber qué tipo de gente vive aquí, mire a la estantería. Que se pierda entre los lomos de los libros como el eremita se pierde entre las montañas. Ahí está lo que somos, o al menos lo que queremos aparentar.