Mujer. Las Historias que no se cuentan.

EPÍSTOLA

Querido Ernesto:

Cuando llegues hoy a casa te desconcertará el silencio, la ruptura de la rutina y mi ausencia. Sin embargo, sin descomponer todavía el gesto, me llamarás dos o tres veces antes de convencerte de que, definitivamente, hoy no te recibiré, como es habitual, con la sonrisa en el rostro y el beso en los labios. Encontrarás la nota cuando estés a punto de confesarte que mi ausencia y la de los niños te sorprende y te perturba y, aunque te disgustará su inapropiada blancura sobre la madera de la mesa, respirarás aliviado porque creerás que en ella se hallará la explicación. Me ha costado mucho tomar esta decisión, pero hoy, cuando te escribía, respiraba sin dificultad y me sentía cargada de razón por primera vez en muchos años. Sí, Ernesto, porque desde que terminamos la Universidad yo he trabajado fuera de casa diez horas como tú, pero al regresar, en lugar de tirar la cartera sobre el sofá, desatarme la corbata y beberme una cerveza mientras mi esposa me ponía sobre la mesa la cena, yo llegaba y tenía que ir a recoger a los niños al colegio, ayudarles a hacer los deberes, prepararles la merienda, bañarles, darles de cenar, acostarles, preparar la cena para nosotros, recoger lo que nuestros hijos dejan abandonado por la casa, mantenerme sonriente para cuando tú llegarás, poner la mesa, recoger la cocina y preparar tu ropa del día siguiente. Así un día detrás de otro y con jornada completa los fines de semana, donde además debía de preparar cenas para tus amigos y visitar a tus padres. Si cualquiera de nuestras compañeras de facultad me hubiera visto por un agujero se hubiera reído de ti y de mí hasta morirse. Recuerda que tú eras un importante activista que luchaba por la igualdad de la mujer y por tenerla a tu lado como una compañera, como una camarada, y nunca como una criada o como una esclava. Al principio de nuestro matrimonio estabas siempre tan ocupado con la política que la casa y nuestras necesidades cotidianas pasaban a un segundo plano. Entonces, tonta de mí, creí que te ayudaba asumiendo unas tareas que habíamos decidido compartir. Después, cuando tus responsabilidades disminuyeron, diste por hecho que el hogar era una de las mías y así seguimos porque yo te adoraba y sólo quería hacerte feliz. Nunca me importó que no me acompañaras a hacer la compra, ni que jamás se te ocurriera pasar el aspirador, ni que fueras incapaz de hacer una tortilla francesa ni aun cuando estaba enferma y no podía tenerme en pie. Nunca sentí que no cooperabas cuando me levantaba hasta siete y ocho veces por las noches para consolar a nuestros hijos en su insomnio o en sus terrores nocturnos. Nunca puse en tela de juicio tu amor, cuando te fuiste de viaje de negocios en lugar de permanecer a mi lado el día que mi padre iba a ser operado a vida o muerte. Nunca me importó que cuando nos sentábamos en una terraza en verano escogieras siempre la silla a la sombra dejándome a mí la que estaba situada a pleno sol. Nunca que me hicieras ir contigo al médico porque te dolía ligeramente la garganta, pero que tú no vinieses conmigo cuando aquel bulto que me salió en el pecho me tenía aterrorizada. Tampoco me importaba que te alejaras de mí en la cama porque eso te impedía dormir y que programaras nuestro sexo para los domingos a las seis, con puntualidad británica, mientras los niños pasaban la tarde con sus abuelos. Nunca, en fin, pensé en todas estas cosas que te estoy contando ahora, porque nunca tuve tiempo de pensarlo, ni tan siquiera tuve tiempo de pensar en mi, ni de darme cuenta de a cuánto he renunciado. Sólo hace una semana que cuando me levanté, me di cuenta de que acababa de cumplir cuarenta años. La mitad de mi vida –me dije– en el hipotético caso de que viviera ochenta. Y no una mitad cualquiera, sino la mejor, la más importante, la que nos está destinada para hacer grandes cosas que nos permitan vivir con satisfacción los años de decadencia. Fui al baño y me miré en el espejo y sabes lo que vi: a una mujer sin futuro porque no había tenido pasado. Y me aterroricé. Sí Ernesto, tuve mucho miedo, mucho más que a perderte que era lo que más me había atemorizado desde que a los dieciocho años te conocí en la facultad. A estas alturas habrás dejado a un lado la carta y te habrás ido a por la cerveza que debería haber estado esperándote sobre la mesa con el platito de almendras fritas. No tostadas o crudas, fritas por mí en la sartén con el aceite y la sal justa y el punto adecuado para que no estén ni muy tostadas ni poco. También pensarás que es una broma porque tu amante mujer, ésa que no protesta nunca y que te adora en silencio, jamás podría escribirte una carta así. Sin embargo, como no puedes estar seguro del todo, porque lo que dice la carta se corresponde bastante con la realidad, seguirás leyendo. Ahora, con la cerveza en la mano, te aflojarás la corbata y te sentarás en tu sillón. Sí, tu sillón, ése del que me echas cuando lo ocupo y que yo abandono sumisamente. Sabes que soy una mujer independiente –tanto económica, como intelectualmente– y no indefensa y sumisa como, por otras circunstancias, lo fueron nuestras madres y por eso, precisamente, me asusté al comprobar hasta que límites había llegado por amor. Yo, Ernesto, terminé la carrera de biología, como tú, pero con unas notas mucho más brillantes. Además me doctoré con una beca Erasmus que tú no lograste obtener. Aquel año en Alemania fue el peor de nuestra relación, y no sólo por la separación que ya era dura, sino porque te deprimió no haber podido acompañarme en aquel viaje con el que los dos habíamos soñado. A mi regreso tú ya trabajabas en un importante laboratorio y yo no tardé en encontrar empleo en una empresa de investigación. Los dos íbamos progresando en nuestros puestos. Los dos íbamos creciendo en nuestros objetivos profesionales, hasta que a ti empezó a parecerte mal que yo me ausentara durante varios días cuando había congresos, seminarios, conferencias o cualquier otra actividad relacionada con mi trabajo. Para ti los niños eran lo primero y no te parecía bien que se quedaran con los abuelos o con una niñera. Como su madre –decías– nadie. Y yo lo asumí sin preguntarme por qué como su madre y no como su padre. A eso se sumó que cuando enfermaban era yo quien pedía permiso, yo quien los llevaba al médico, yo quien abandonaba mi trabajo por el doctorado en maternidad. Ya ves Ernesto, ese doctorado, sólo que en paternidad, hubieras podido lograrlo igual que yo, si te lo hubieras propuesto. Así, todos mis compañeros fueron asumiendo puestos de responsabilidad, escalando jefaturas, mientras yo seguía poco más o menos como al principio. “Es que como tú no puedes ir de viaje...”, me decía mi jefe a la hora de los ascensos. Y a mí me parecía bien. Eso es lo malo Ernesto, que a mí me parecía bien y no ambicionaba nada, ni me dolían los éxitos de los demás. Tú, sin embargo, sí ibas progresando. Y por supuesto que muchas veces me reconocías que, en parte, esos progresos eran también mérito mío. Y como ibas progresando ya no te gustaba que la asistenta te planchara las camisas y los pantalones porque no los dejaba perfectos y por eso debía hacerlo yo. También debía preocuparme de supervisar tu ropa cuando regresaba del tinte y de limpiar tus zapatos y de ordenar tus cosas. Y todo me lo agradecías con tu maravillosa sonrisa y tus lejanos besos que, casi, se llevaba el aire. Y así, Ernesto, han ido pasando no uno, sino veinte años desde que decidimos irnos a vivir juntos. Veinte años cocinando para ti, planchando para ti, dirigiendo nuestra casa para ti, cuidando y educando nuestros hijos para ti, renunciado a los éxitos profesionales para ti, compartiendo los amigos que tú me imponías para ti, vistiendo como te gustaba para ti, callando cuando lo creías oportuno para ti, perdiéndome la vida para ti. Cuarenta años, Ernesto, y no tengo nada. Un marido que me convirtió de compañera en esclava, un trabajo que se ha vuelto rutinario a causa de mis renuncias; unos hijos que me abandonarán cualquier día y se olvidarán de mi noches de insomnio, de mis cuidados incondicionales y de mi insatisfacción permanente. Unos amigos que se pondrán de tu parte y perderán mi recuerdo lo antes posible. Así que me voy. Sí, Ernesto, me voy. Y me voy sin mis hijos, no es mi deseo privarte de ningún elemento necesario para comenzar tu aprendizaje. Te los dejo, pero no porque renuncie a ellos, sino porque quiero que, por una vez, cargues con todas las responsabilidades con las que he cargado yo durante estos veinte años. Están en casa de la vecina esperando que los recojas. Ya les he dicho que por motivos de trabajo estaré una larga temporada fuera. No han dramatizado, no se han echado a llorar, no han preguntado. Es más, Ernestito ha dicho: que bien, así papá nos llevará a cenar hamburguesas todas las noches. Si mañana buscas tu camisa preferida, esa que nunca está planchada cuando la deseas, tendrás que enchufar la plancha y ponerte manos a la obra. Con paciencia y tesón conseguirás que quede tan bien como yo lo hacía. A lo mejor al principio te parece más difícil que aprobar un examen, pero ya verás como te acostumbras. No he hecho compra y el frigorífico está prácticamente vacío. Si vas al primer cajón del salón encontrarás un cuaderno y un bolígrafo, puedes empezar tu nueva condición de responsable de la casa haciendo la lista de la compra. No olvides que además de leche –que siempre me haces comprar en cantidades exageradas– para sobrevivir hace falta fruta, verdura, queso, carne, pescado y alguna otra cosa más que irás aprendiendo. Las grandes superficies están abiertas de 10 de la mañana a 10 de la noche, así que espero que encuentres un rato en tu agotadora jornada entre el squash y la natación para llenar el frigorífico. No te he dejado cena, y hoy es un buen día para empezar a hacer prácticas de cocina. Los huevos se fríen con aceite y para hacer sopa se utiliza agua. En el despacho está esa buena colección de libros de cocina que me has regalado y que nunca has abierto. Puedes intentarlo ahora, no duele. La asistenta se despidió hace quince días y no he buscado otra para que te encargues tú de este cometido. Es muy divertido si se le coge el punto. A los niños se les baña todos los días y cuando lloran porque no quieren salir del agua no se les hace caso. Ya sé que te será difícil contrariarles, pero empieza ya a imponerte porque, si no, no harás vida de ellos. Si te da tiempo con tu nueva vida, puedes seguir yendo a comprar el periódico, al reciclaje y a correr en las mañanas de los fines de semana. Si no te da tiempo, sacrifica algo, quizás el periódico, de todas formas no te va a dar tiempo a leerlo. Como he dado por hecho que las plantas se iban a morir sin mis cuidados se las he regalado al conserje que sabes que las adora. Yo creo que con cuidar de los niños tendrás bastante y tampoco, no quiero ser cruel cargándote con demasiadas responsabilidades para las que no estás preparado. Si te resfrías, tienes gripe o un esguince en cualquiera de tus extremidades no podré acompañarte al médico, ni tampoco estar cuidándote durante tu convalecencia, pero ya verás que uno acaba por acostumbrarse. Yo lo he hecho durante muchos años. Cuando vengas de trabajar con dolor de cabeza, malestar en el estómago o, simplemente, agotado, tendrás que ocuparte de los niños y de la cena de todas formas. En el último cajón del mueble del baño tienes un amplio botiquín para intentar mitigar tus malestares. Es la única manera de continuar adelante. En fi n, Ernesto, estoy segura de que se me olvidan muchas cosas y de que no te doy todos los consejos que necesitarás para asumir tu nueva vida, pero no es por rencor ni por malicia, sino porque está a punto de salir mi avión y ya no me queda tiempo. Vete improvisando sobre la marcha como lo he hecho yo a lo largo de estos veinte años. Compra libros, consulta con compañeros, déjate llevar de tu intuición y disfruta de tu nueva condición de hombre de tu casa. Que seas muy feliz.



#1802 en Otros
#384 en Relatos cortos

En el texto hay: superacion

Editado: 09.12.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.