El muy cabrón alargó la mano con la aviesa intención de tirarme del pelo, tan borracho que ni se acordaba de que me lo había cortado precisamente para evitar situaciones semejantes. Aproveché para quitarle el vaso vacío de la mano, en su estado cualquier objeto se convertía en arma arrojadiza. Convencida de que se levantaría a por mí, resultó que no, se quedó tumbado con los ojos cerrados, exhausto. El médico le ha prescrito medicación para que el colesterol no le siga subiendo hasta el ictus que se está buscando, pero no la toma, y lo que es yo carezco de energía y motivación para obligarlo. Allá él. La verdad es que últimamente lo noto tan cansado que apenas se molesta en atacarme verbal o físicamente, así que igual tiene menos fuerzas que yo, que ya es decir. Me pareció que roncaba, ¿o era un estertor? Ni idea, lo mejor era largarse a hacer algún recado en la calle. Si me apresuraba todavía llegaba a la frutería. Me acerqué un poco y vi que su móvil se había quedado sin batería, si le pasaba algo no podría llamarme. Bueno, que le den, no es culpa mía que haya abandonado la medicación, ni que beba cada vez más desde que heredó lo de la tía Consuelo y dejó el trabajo en el almacén.
Le dirigí una última mirada desde el dintel de la puerta y casi me dio pena. Sudaba, su gordura resultaba agobiante a la vista, no como esas otras retozonas y alegres, la suya parecía forzada. Un tanto mosqueada me acerqué de nuevo hasta él, y entonces abrió los ojos inyectados en sangre y me ordenó, balbuceando, que llamara a urgencias. O eso me pareció entender. Me apetecían unas fresas, la frutería cerraría en breve, así que me cambié el calzado, me eché por encima la rebeca gris, cogí las llaves y salí del piso seguida por lo que me parecieron farfulleos en medio de insultos. Lo habitual.
La temporada de fresas acaba de empezar, no sé si estarán buenas o aún ácidas. Habrá que probarlas, qué ganas. Y berenjenas, puerros y patatas, no muchas que si acarreo demasiado peso no soportaré la espalda luego. Lo que dejaba en casa acobardaba el asomo de entusiasmo que despuntaba en mí en cuanto lo perdía de vista. Que durmiera, le vendría bien, así se relajaría. Aunque no parecía aquella una curda normal de las de todos los días. En la frutería, la mujer con el pañuelo en la cabeza a modo de diadema me saluda amablemente. Soy muy sensible a la amabilidad de los desconocidos. Josémari odia a la encargada de esta frutería, dice que es un hombre disfrazado, a él lo de haber nacido en el cuerpo equivocado le suena a ciencia ficción, necesita tener claro que es una mujer para despreciarla a conciencia. Las fresas lucían espléndidas. “Pruebe una, ya verá”, me invitó la mujer. Le hice caso. Muy ricas, están muy ricas, justo lo que me apetece. A lo mejor las pongo con yogur y ya con eso ceno, no tengo mucha hambre. Él ya no creo que despierte esta noche, por si acaso queda algo de carne en la nevera. Es muy de carne roja, aunque se la han prohibido los médicos. Dicen que la gente que come mucha carne muestra mayor agresividad. No sé, pero si no puedo hacer que tome la medicación, menos aún que se vuelva vegetariano. “Como una vaca, siempre comiendo hierba”, comenta despectivamente cuando ve mis ensaladas. Igual le da un ictus con tanta carne, tanto tabaco y tanto alcohol.
Mientras me pone los puerros, las patatas, y la berenjena charlamos sobre el tiempo. Su fuerte acento extranjero me parece acogedor, quién sabe por qué. Acaso porque asimilo al amparo todo lo que no sea brutalidad. Pago y nos deseamos buenas noches. Su manera de hacerlo me calienta el corazón, me indica que el mundo más allá de mis circunstancias domésticas resulta alcanzable. En lugar de regresar al piso directamente, doy un paseo. Se está bien en la calle al atardecer, un poco más fresco. Rodeo el parque. En la terraza del bar estaban algunos conocidos jugando la partida de cartas. Los miro con disimulo, envejecidos prematuramente como mi marido, por la bebida, por el tabaco, por la mala leche y la desesperanza que diseminan a su paso, resignados a que lo mejor de sus vidas transcurra dentro de un vaso y sobre el tapete verde de la mesa alrededor de la que juegan. “¿Dónde anda Josemari? No ha bajado hoy”, interrogan curiosos al verme pasar. “No se encuentra bien, le diré que habéis preguntado por él, lo mismo baja ahora”. “Bueno”. “Bueno”. Observé a la gente que paseaba a sus perros. Parecían satisfechos, tranquilos, sin miedo a volver a sus casas, apenas preocupados por si los canes hacían caca y pipí. Hay vidas así, pendientes de unas mascotas con pedigrí. Han perpetrado una pintada en el muro que se levanta al salir del parque por la parte más cercana a mi portal, un muro absurdo, como si alguien hubiera intentado ponerle puertas al campo y hubiera descubierto después de poner algunos ladrillos que resulta inútil. La pintada pone “Siempre putas, siempre madres, nunca artistas”. Como que todos están dispuestos a reconocernos como prostitutas, paridoras y criadoras pero no como inventoras o creadoras. Eso es. Me hubiera gustado ser artista, mostrar a los demás mi visión de las cosas. Aunque tendría que tener una visión que mostrar. A lo mejor la tengo y no me he dado cuenta. Dicen que somos fruto del azar y la necesidad, pero yo lo soy del azar y el qué dirán. Metí la pata hace años, cuando deduje que me había enamorado de Josemari por el simple hecho de haberme quedado preñada. Total, nuestro hijo no lo soporta y le ha faltado tiempo para largarse. Es influencer, a saber lo que quiere decir. Ha hecho bien, lo pasaba fatal cuando su padre me acorrala en el transcurso de sus borracheras. Me haría activista, de esas que le dicen a los demás lo que han de hacer, solo para recomendar a las jóvenes que ni se les ocurra casarse con nadie por estar embarazadas. Podría haber interrumpido el asunto, pero me asustó más hacerlo que seguir adelante con la barriga. Quiero a mi hijo, pero podía haber vivido perfectamente sin él. Esto es algo que nunca puedes decir en voz alta, sobre todo ante otras madres. La información es importante, y disponer de apoyos y dinero cuando llegan los problemas. Josemari vio los cielos abiertos cuando le anuncié que estaba preñada, enseguida habló de boda. Y me metí en la rueda que se organizó, todos tan contentos, una boda, ya ves. Tan joven, era demasiado joven. Con 19 años es imposible que tomes decisiones convenientes para el futuro, a lo sumo qué quieres estudiar. Pero se me daba mal, y luego mi familia no ayudaba, les parecía bonita una boda. En fin, mejor no pensar qué hubiera sido de mí de no haberme casado entonces, si no hubiera tenido a Jaime. Me pone triste.