A Rita le gustaban los pájaros. Todas las mañanas, al despertarse, con el cielo todavía negro, les ponía agüita fresca en sus correspondientes bebederos, y, tras comprobar que por el cierre de los recipientes no se desprendía ni una sola gota, se ocupaba del alpiste. Era una de esas mezclas modernas de alpiste con vitaminas. Rita, con sus manos deformadas por la artrosis, separaba con cuidado las bolitas por tamaño y colores: Las de color rojo en un recipiente, las verdes en otro y las amarillas prefería guardarlas para los fines de semana. Cuando tenía el alpiste agrupado en sus respectivos comederos, con parsimonia y, como en un culto a la eucaristía, Rita iba incrustando, uno a uno, cada recipiente entre los barrotes de sus respectivas jaulas. Tenía veintitrés: una por pájaro. Realizaba este ritual a diario, como si viviera condenada en un bucle que se repetía siempre a la misma hora, con la misma secuencia y el mismo ritmo. Después, llegabas tú. Fuiste durante dieciochos años sus manos, sus pies, sus ojos, sus oídos, su manopla del baño, su podóloga, su asistenta.
En la oficina de asistencia a domicilio te dieron las llaves de su casa, una caja de guantes de látex, una bata de color azul chillón, (de esas que van abiertas por los lados y plastificadas por dentro), y las instrucciones con un sinfín de normas que debías firmar y acatar. Tú ya estabas acostumbrada a respetar las normas, aprendiste hace tiempo a convivir con ellas. Llevabas meses viviendo en un piso de acogida, uno de esos pisos llenos de ropa de otras, el antagonismo de un catálogo de familias felices. En ese apartamento lisiado tenías agua caliente, una cama y protección.
—Un trabajo, Sabina, — te dijeron—. La oportunidad de empezar de nuevo.
Y pensar en empezar de nuevo a tus cuarenta y seis años te aterrorizó.
Rita era virgen, virgen y vieja, y tú no lo eras, pero llegaste a esa casa más asustada que la primera vez que entregaste tu cuerpo en aquel campamento de verano.
Rita era tu primera asistencia a domicilio.
El primer día, transportaste las llaves, los guantes, la bata, las instrucciones y el miedo hasta la casa de Rita. Una casa en el centro de la ciudad desquebrajada entre edificios de traje moderno, altos y remilgados. De camino, memorizaste su nombre y la ruta que debías seguir cada mañana. Repasaste sus horarios, las pastillas que debía tomar, los días que la iban a recoger en ambulancia para llevarla al centro de rehabilitación, la marca de los pañales, y un fragmento telegráfico de su vida que aún conservas: Rita Elisenda Galiana Oliver. Conocida como “Rita la canaria”. De setenta y dos años. Soltera. Hija mayor de siete hermanos. Todos muertos. Vive en la casa familiar donde cuidó de sus padres hasta que estos murieron. La única sobrina que la visitaba muere de cáncer. Una vecina informa a los Servicios Sociales. «Varias vueltas de llave. Solo es eso, Sabina, varias vueltas de llave», te repetiste una y otra vez mientras abrías la puerta. Pero la realidad era otra, era extraña y poderosa: una mezcla de miedo y de deseo, de poder y de flaqueza. De odio a ti misma, eso es. Un odio por todas las decisiones que habías tomado anteriormente y te habían llevado hasta allí, hasta esa casa moribunda, con la sensación de que, si dabas esas vueltas de llave, si abrías esa puerta, ibas a ser absorbida por una especie de masa de agua grumosa. Un tsunami de jarrones chinos, flores secas, muertos enmarcados, recuerdos de comuniones y postales de Navidad. Al entrar, un olor a cañerías, libros viejos y muebles rancios te recibieron. Todo era rancio. El ambiente era rancio, el sin bebedero en la copa de un árbol, el silencio era rancio, como si la casa entera esperara la muerte. El único movimiento lo producías tú. Era como entrar en una morgue.
Al principio Rita te esperaba en su habitación, (situada al otro lado tras el patio), con la puerta entreabierta y la luz apagada. Te esperaba o, más bien te rehuía, sentada junto a la cama, arrinconada en una butaca que parecía de niña, con su camisón revuelto, sus piernas desnudas, pellejudas, de un color amarillento. Con el lado izquierdo de la cara sobre el que solía dormir, planchado y el pelo hacia arriba, como una cacatúa. Con sus manos deformadas y su miedo a lo extraño. Tú tenías que enfrentarte al umbral de una casa desconocida, atiborrada de madera oscura, de muebles gigantes con patas minúsculas, de cuadros de gallos enmarcados en fieltro y fruteros vacíos. Y a ese olor a ropa meada y madera podrida que vivía retenido entre los techos altos y las lámparas de bronce, y a veces bajaba con fuerza y se colaba por todos los recovecos de la casa hasta llegar al patio; un patio interior con paredes salpicadas de alpiste, plumas, deshechos de pájaros y la puerta siempre entreabierta de la habitación de Rita.
Pasaste un tiempo deseando que algo le ocurriera con tal de no volver nunca más a esa casa. Te asqueaba, te producía náuseas ¿Una vieja con aspecto de percha descolgada y con tembleques de griposa? Era todo un espectáculo. La abanderada de la vejez. Un trozo de carne en descomposición, uno de esos que se quedan en el fondo de la nevera, retrocediendo puestos según van cambiando los planes o las prioridades. Pero no podías tomártelo como algo personal, no, porque no lo era. Rita era una nómina a fin de mes. Tu sustento. Un trabajo pasajero. Eso era Rita. La oportunidad de encontrar un apartamento y comenzar una nueva vida.
Así que te colocabas la bata azul y cubrías tus manos con tres pares de guantes antes de enfrentarte a la limpieza: de la casa y su pasado, de las paredes del patio y de los azulejos de la cocina. Volvías a colocarte los tres pares de guantes antes de meter a Rita en la bañera y enjabonar su cuerpo, seco, del color del papel antiguo, y al verla llorar le decías:
—¿Ya está llorando, Rita? ¿Usted se da cuenta del olor a vertedero que hay en esta casa? —Y frotabas con insistencia. Sin importarte sus lágrimas o el temblor de su cuerpo.