Mujer. Las Historias que no se cuentan.

RECUERDOS

Abre la puerta de tu alma y sal a respirar al lado afuera. Puedes abrir con un suspiro la puerta que haya cerrado el huracán. Siempre se había sorprendido de cómo en momentos de gran tensión o inquietud era capaz de fijar la atención en pequeños e insignificantes detalles, que luego permanecerían como una fotografía fija en la memoria. Probablemente eso constituía un mecanismo de escape cuando la tensión hacía insoportable el momento o cuando el pensamiento quería huir desbocado de una situación opresiva.

Ahora, en aquel despacho, mientras la directora de Auri continuaba hablándole de su nieta, fijaba su mirada en un punto en concreto, la libélula; un pisapapeles de piedra.

- En fin, hemos creído conveniente concertar esta entrevista, porque estamos muy preocupados por ella. Su rendimiento académico ha bajado mucho y tiene también varias faltas a clase sin justificar. Pensamos que en lo que le he contado puede estar el origen de todo. Debe hablar con su nieta e incluso pedir ayuda si lo necesita; por nuestra parte hemos activado el protocolo establecido en estos casos.

La luz, siempre la luz, entrando a raudales por el amplio ventanal, y como un eco apagado en la memoria, la voz de su madre, transportándola hacia aquellas mañanas luminosas de su primera juventud, donde la vida parecía ser mejor que la vida misma: «¡Aurora, niña, esas camas todavía por hacer! ¡Apresúrate, que tienes que llevarle la comida a tu padre…! ».Y ella, soñadora, entregada a alguna lectura que doña Carmen, la maestra, le proporcionaba siempre que se veían. La buena mujer no se había resignado a perderla como alumna. Y eso que estaba acostumbrada. Cuando María Aurora, la madre, se presentó un día en la escuela para decirle que la joven no asistiría más a sus clases, no se sorprendió; era lo habitual en el pueblo. Desde que las chicas aprendían apenas a leer y a escribir, dejaban de acudir a clase; especialmente cuando las familias dedicaban todos sus esfuerzos a que el hijo varón pudiera estudiar. Pero sintió mucha pena, porque veía en Aurora el mismo deseo qu ella tuviera años atrás de descubrir el secreto de todo; la misma tenacidad ingenua por querer apresar la verdad oculta en cada cosa. Por eso, siempre que podía, le hacía llegar una cuidada selección de lecturas, que la chica se apresuraba a devorar. Tenía por aquella época entre manos “La casa encantada”, de Virginia Woolf. Doña Carmen le había hablado de esta autora y de lo que pensaba sobre la necesidad de que las mujeres dispusieran de “un cuarto propio”. Desde luego, en aquel tiempo, ella estaba muy lejos de intuir si quiera qué era eso de tener un cuarto propio. La vida de todas las mujeres de su familia había sido invariablemente una cadena de sacrificios, cuyos eslabones no podían cortarse porque eran eslabones de amor, en todas sus vertientes: conyugal, maternal, filial o fraternal. Siempre había habido alguna mujer en su entorno dispuesta a servir, cuidar y sacrificarse por los otros. Era ley de vida, decían. Y en aquellos primeros años, el dulce aroma de la repostería casera, el juego cómplice con su gato, la fuerza del abrazo paterno o la vista del barranco, arrastrando furioso el agua de alguna lluvia intempestiva, bastaban para ser feliz. La felicidad era entonces breves momentos de armonía, de pensamientos no ligados al futuro; lo que se dejaba para mañana, se dejaba de hacer para siempre. El presente era la medida de todas las cosas, era el paraíso de la infancia.

Pero el paso del tiempo muestra pronto la vulnerabilidad de ese espacio infantil y exhibe su rostro menos amable, el rostro de la responsabilidad y el de las decisiones que otros toman. Y ya todos habían decidido que su hermano Néstor se iría en septiembre a la Universidad, y que ella habría de permanecer allí, anclada a un alma pavimentada de sueños. Sus cabellos, negros y abundantes, parecían en aquella primavera el estandarte de sus propios anhelos. Mientras, las lecturas de Selma Lagerlöf, Katherine Mansfield o María Luisa Bombal le hacían descubrir algo elemental: no se puede desconocer lo que se ha conocido. No se puede volver a ser aquella persona que dejamos atrás.

–Mamá, ¿Cuándo eras más joven no pensaste nunca abandonar la vida en el campo y hacer algo diferente? ¡Yo siento que me estoy perdiendo tantas cosas…! ¡No quiero pasarme la vida yendo y viniendo a la platanera llevando la comida a los hombres!

Las dos mujeres estaban sentadas en el banco de cemento blanqueado, a la entrada de la vivienda. Ambas desgranaban millo: la hija, con gesto distraído; la madre, con manos seguras y semblante triste. –En aquella época no había tiempo para pensar ni posibilidades de irse fuera de aquí… –había respondido María Aurora con mirada ausente.

–Pero las cosas han cambiado ahora, mamá. Mucha gente se va a Venezuela; allí hay trabajo, y yo podría…

–¡Basta, ni se te ocurra mencionar eso delante de tu padre! –María Aurora se había levantado como impulsada por un resorte, dejando caer al terrazo las piñas de millo. –¡Virgen de la Candelaria! ¡Irse sola a Venezuela! ¡Va a tener razón tu padre, con eso de que leer tanto te está llenando la cabeza de pájaros!

Era cuestión de tiempo, los pájaros reclaman libertad, y huyen prestos al vuelo en cuanto ven el menor resquicio por el que escapar. El “Oriana”, que atracó meses más tarde en el puerto de la isla, fue el resquicio que encontró Aurora para volar. Conoció la ruta de la fatiga, la estela dolorosa que dejan el adiós y la incomprensión de los seres queridos. Pero desde luego se afanó en el trabajo y en el estudio; las cartas que periódicamente enviaba a la familia reflejaban el entusiasmo de la joven y sus progresos. Cuando Néstor le leyó a María Aurora el fragmento en el que su hija les contaba que ya había conseguido recibirse como maestra, la mujer sintió la íntima satisfacción de ver cumplidos sus propios deseos, aquellos que, sin embargo, nunca reconociera ante nadie.

Durante más de diez años estuvo Aurora destinada como maestra en Puerto Páez, enseñando a muchas niñas campesinas que solo en la educación encontrarían la llave para hacerse valer y respetar en una sociedad tan machista y brutal. Las aberraciones que tuvo que presenciar, los maltratos y los abusos a las mujeres eran tan habituales en aquellas tierras, que pronto empezó a interesarse por programas que la ayudaran a formar a las niñas y a sus madres; que les proporcionaran modelos válidos de relación y conocimientos para desarrollar una profesión que les garantizara cierta autonomía.



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En el texto hay: superacion

Editado: 09.12.2025

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