Marcos era uno de esos hombres que parecían mujeres. Llevaba dentro una sensibilidad desbordante, sudaba ternura, temblaba con la poesía y paría dulzura cada vez que una imagen le conmovía. Era de esas personas que cautivaban con dos frases y escuchaban con tanta atención que cualquiera diría que, en otra vida, fue una de ellas. No comprendía a los de su propio sexo, a esos salvajes que gritaban y luego lo solucionaban todo con un simple: “lo siento, fue sin querer”. Marcos rezumaba humanidad sin perder su identidad masculina.
Apareció en la vida de ella cuando más lo necesitaba. Nunca supo entender los trucos de magia que hacían los hombres. Lo reconocía: era torpe para eso. Venía de una familia tradicional, con un padre que trabajaba fuera de casa, una madre que se ocupaba de tenerlos limpios, saludables y educados, y unos hermanos que ayudaban en lo que podían. En su hogar apenas se oían gritos, más allá de los juegos infantiles en el patio de una humilde casa de pueblo, donde todos los vecinos se conocían y se apreciaban.
Esa normalidad comenzó a marchitarse cuando se mudaron. Pasaron de tener amistades y una red comunitaria a ser desconocidos que entraban y salían de un tercer piso en un edificio que competía con otros por llegar al cielo. Los ascensores eran el único punto de encuentro, donde apenas se intercambiaban frases vacías sobre el tiempo o las alergias.
A medida que crecían, fueron dejando atrás aquel piso oscuro, con cañerías oxidadas que dejaban ver su vejez como prueba de existencia. La radio soltaba noticias de guerras y catástrofes, mientras en las cocinas los horarios eran incomprensibles. La vecina del séptimo, por ejemplo, cocinaba pollo a las cinco de la mañana, y a eso de las once de la noche comenzaba a brotar el agua de su fregadero. Nunca la vio en persona, pero habría reconocido su voz chillona en cualquier parte.
Sus padres seguían demostrándose cariño incluso cuando los hijos ya eran adultos. Un día abandonaron aquellas paredes de papel pintado y muebles escasos, con la promesa de que su vida mejoraría. Pero no fue así.
Dos de sus hermanos optaron por dejar la isla, cambiando el calor por el frío, y el tiempo demostró que aquella decisión fue acertada. Los que se quedaron apostaron por amistades de sus padres que acabaron fallándoles. Se movían de un lado a otro, sobrevivían con sueldos miserables, y pedían favores que nunca lograban saldar del todo.
En su vida pasaron dos hombres que querían verla casada y con hijos. Supo que no era el momento, y escapó. Del tercero, sin embargo, conservaba recuerdos que dolían: puntos de sutura, radiografías de costillas rotas y un brazo dañado. “Es que yo soy muy torpe”, decía él, y ella acabó creyéndolo. A ojos de los demás eran la pareja ideal. Pero para saber cómo está una manzana, hay que partirla.
No recordaba un solo día sin lágrimas. Decían que debía entender que venía de pueblo, donde había dos tipos de personas: los demás y mujeres como ella. Sin embargo, no todo fue negativo. En ese laberinto que es la vida, conoció a personas que le enseñaron que ser mujer era maravilloso, que el llanto podía lavar el alma, y que no todos los hombres eran iguales. Aprendió que había parejas felices, aunque la sociedad se empeñara en sabotearlas.
Y en medio de todo eso apareció Marcos. Venía de una realidad distinta. Se escondía de su padre, abrazaba a su madre, y no tenía más familia que una perra callejera adoptada en una protectora. Se conocieron en la consulta del psicólogo. Ella estaba rota, con la autoestima por los suelos, los ojos hinchados, y seis paquetes de pañuelos con talco en su bolso enorme. El timbre sonó, y entró Marcos, con su metro noventa, camisa blanca de lino y vaqueros negros desgastados que resaltaban el rojo de sus deportivas. Pensó por un momento que era el psicólogo, pero se sentó frente a ella. Su subconsciente le recordó que no sabía juzgar a los hombres, pero también que debía salir de allí convertida en una mujer fuerte.
En la sala de espera nadie hablaba. Las miradas furtivas diseccionaban a los presentes, intentando adivinar sus vidas. Seres rotos buscando recomponer su alma, piezas sueltas de un puzle incompleto.
Cada miércoles se encontraban allí. Era noviembre y llovía. Marcos salió de la consulta y la encontró en la parada de autobús, llorando con la cabeza baja. Le ofreció acompañarlo al centro de Santa Cruz, dijo que se sentía mareado y le haría un favor. Estaba pálido. Ella se sentía vulnerable y quiso rechazarlo, pero algo en la mirada de Marcos la hizo ceder. Caminaban como náufragos que comparten naufragio.
Llegaron a la avenida de Anaga. La cita era para un café, pero acabaron en un banco bajo la lluvia, llorando con la intensidad de dos cataclismos. Se mojaron por fuera, pero por dentro ya estaban inundados desde hacía tiempo. La lluvia lavaba lo que las lágrimas ya no podían. Sin hablar, decidieron refugiarse en una cafetería. Marcos caminó por delante y ella, al verle alejarse, se quedó parada. Él se giró, volvió a buscarla y le cogió del brazo sin decir nada. No pidió explicaciones. Ella lo agradeció; hay pasados que apestan si se remueven demasiado.
Dentro, pidieron café. No hablaron. Parecían una de esas parejas que llevan años juntas y a las que ya poco les importa lo que el otro piense. Triste. Al irse, él se ofreció a acompañarla a casa. Ella mintió y dijo que vivía cerca. No se fiaba. Una mujer herida no tiene que ser pisoteada.
De camino, pensó en todo lo que había vivido. Subió siete pisos a pie. Cerró las tres cerraduras de su puerta y saludó a su soledad, la única compañera constante. Su pequeño hogar era su reino. Se preparó una sopa, se dio una ducha caliente y se fue a la cama. Le dolían las costillas, el brazo, y algo más profundo que los huesos: cicatrices invisibles que dolían igual o más.
El miércoles siguiente volvió a la consulta. Vio a Marcos a lo lejos, caminando tranquilo. Cambió de acera. Se compró una botellita de agua y chicles de menta suave. Se sentía guapa: doña Paula le había dado ropa de su hija, una blusa de flores y una rebeca marrón que le aportaban calor. Al entrar, Marcos ya estaba allí y se levantó al verla. Ella se ruborizó, no saludó y fue directa al baño. Cerró el pestillo y se dejó caer al suelo. Mil pensamientos la asaltaron. Encendió la radio, se puso los auriculares, y se dejó envolver por la música. Luego se lavó la cara, se miró en el espejo y notó que hacía tiempo que andaba con la cabeza gacha. Salió, dio su nombre, saludó a los presentes. Marcos ya no se levantó, pero la saludó. Ella, esta vez, le devolvió el saludo.