Mujer. Las Historias que no se cuentan.

LA MUJER QUE ESTABA EN TODAS PARTES

En el corazón de Lavapiés, en un cuarto piso sin ascensor de la calle del Olivar, vivía Sabina, una mujer aparentemente normal que guardaba un secreto tan raro como útil: tenía el don de la ubicuidad. Podía estar en diez sitios a la vez —y no metafóricamente, como las madres que trabajan, estudian y planchan al mismo tiempo, no—. Literalmente podía clonarse, duplicarse, triplicarse o incluso montarse una fiesta con veinte versiones de sí misma si le daba la gana. Y a veces, le daba.

Como estaba casada, y el marido era de esos que se ponen nerviosos si les cambias el ambientador del coche, Sabina prefería no contarle nada. Usaba su talento en secreto, sobre todo cuando estaba sola en casa. Por ejemplo, por las mañanas, mientras se arreglaba en el baño, se multiplicaba en tres: una se maquillaba, otra se depilaba las cejas y la tercera se dedicaba a observarlas con mirada crítica, como una madre gallega que no necesita hablar para juzgarte.

Luego, claro, se fundía de nuevo en una sola antes de que el marido volviera. Como buena mujer organizada, no dejaba clones sueltos por ahí. No quería acabar explicándole a la vecina del tercero por qué la había visto entrar dos veces al portal con distintos peinados en menos de un minuto.

Algunas tardes de lluvia —esas en las que ni el perro del vecino quería salir—, Sabina se dividía en diez o quince y montaba tertulia consigo misma. Se sentaban por todo el salón, cada una con su copa de vino, hablando de todo: del gobierno, de la vecina que freía boquerones con la ventana abierta, del actor ese nuevo que parecía salido de una novela erótica de los 90. A veces discutían, otras se reían a carcajadas. Lo bueno era que ninguna interrumpía a la otra, porque todas pensaban lo mismo. Y lo malo… también.

Antoine Lemurier, su marido —francés de nacimiento pero español de espíritu, sobre todo para las siestas y las tapas—, trabajaba como subdirector en el departamento de Reclamaciones de la SBNCA (Sociedad Bancaria Nacional de Cuentas y Aburrimiento), y jamás sospechó nada. Para él, Sabina era una mujer de una sola pieza, como el jamón de pata negra: auténtica, única e indivisible.

Solo una vez, cuando volvió del trabajo antes de lo previsto porque se le estropeó la fotocopiadora, abrió la puerta y se encontró en el salón a tres Sabinas idénticas, sentadas en la alfombra viendo un programa de crímenes sin resolver. Las tres giraron la cabeza a la vez y le miraron con esos seis ojos azul cielo que parecían sacados de un anuncio de colirio.

Antoine se quedó de piedra, como si le hubieran golpeado con una barra de pan congelada. Parpadeó. Una Sabina le guiñó un ojo. Las otras dos simplemente sonrieron. Un segundo después, sólo quedaba una Sabina. Las otras se habían desvanecido como si nunca hubieran existido.

—Cariño, ¿te encuentras bien? —le preguntó ella, con voz dulce, como si nada.

Antoine no supo si contestar o huir. Esa noche no cenó. Llamó al médico al día siguiente, convencido de que estaba teniendo visiones. El doctor —viejo, gordo y con más resaca que expediente— le diagnosticó "agotamiento visual con brote psicótico leve" y le recetó unas pastillas que costaban más que el alquiler. Antoine, que era un hombre serio y metódico, se las tomó sin rechistar y nunca volvió a hablar del tema.

Pero la cosa no acabó ahí.

Una tarde de abril, después de una comida aburrida a base de arroz blanco y pechuga hervida —Sabina decía que eso era "comida detox", pero para Antoine sabía a castigo medieval—, él revisaba unas notas de gastos en la mesa del comedor. Sabina, aparentemente absorta en una revista de cine, se quedó quieta. Tan quieta que parecía dormida. Pero su expresión era distinta. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado, los ojos abiertos y brillantes, una sonrisa bobalicona que rozaba el éxtasis. Su cara parecía decir: "Estoy en el cielo… o en otra parte mejor que aquí".

Intrigado y con un poco de celos —porque esa cara él no se la había visto ni en la luna de miel—, Antoine se levantó y se acercó en silencio. Justo cuando iba a tocarla, Sabina le apartó con un manotazo automático, como si fuera un mosquito pesado. Antoine se quedó parado, confuso.

Y es que —aunque él no lo sabía— la Sabina del sillón no era más que uno de sus duplicados.

La verdadera Sabina estaba, en ese mismo momento, en una terraza de Malasaña, tomando una caña con un chaval de veinticinco años que se parecía mucho a un actor argentino famoso. Habían empezado a hablar ocho días antes, en la calle del Pez, cuando él la piropeó con un descaro tan bien medido que a ella le pareció poesía urbana.

Y eso, querido lector, fue sólo el principio.

Todo empezó con un cruce en la calle del Pez, a plena luz del día. Sabina bajaba del mercado con un manojo de puerros y cara de no querer tonterías, cuando un muchacho con ojos negros como café sin azúcar le salió al paso con descaro calculado. Tendría veinticinco años mal contados, pelo revuelto y pinta de artista en crisis permanente. Le bloqueó el paso con una sonrisa ladeada y un “Señora…” que sonó entre seductor y suicida. Sabina alzó la barbilla como si acabara de oler a colonia barata y le soltó un “¡Pero, señor!” que habría echado para atrás a cualquier otro. A él no.

Una semana después, en uno de esos atardeceres madrileños que huelen a vino barato y gasolina, Sabina estaba en dos sitios a la vez: en su piso de Lavapiés, tirada en el sillón fingiendo leer la misma revista de cine, y al mismo tiempo en el taller de aquel muchacho de ojos negros, que decía llamarse Théorème y se las daba de pintor —aunque hasta el momento sólo había colgado dos cuadros, ambos suyos, en el baño.

Mientras Antoine, su marido, asentía frente a su libreta de gastos y trataba de entender por qué la factura del gas venía con recargo, el joven Théorème la tenía cogida de las manos —las originales, no las clonadas— en una buhardilla mal iluminada, rodeado de lienzos vacíos y olor a trementina rancia.



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En el texto hay: superacion

Editado: 09.12.2025

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