Mujer. Las Historias que no se cuentan.

RENACER EN LAS SOMBRAS

Cuando Martín entró en la sala de espera de la estación de tren de Loubain, lo primero que hizo fue buscar el reloj con la mirada. Aún faltaban más de dos horas para que llegara el AVE procedente de Madrid.

De golpe, sintió un cansancio como si hubiera cruzado media provincia a pie. Paseó los ojos por las paredes, buscando algo que lo distrajera o al menos le hiciera más llevadera la espera, pero no encontró nada que no conociera ya: carteles publicitarios descoloridos, una máquina expendedora de café averiada y el zumbido persistente de las luces fluorescentes.

Salió al exterior y se plantó frente a la puerta principal de la estación, inquieto, con una necesidad urgente de moverse, de hacer algo que le diera sentido a aquel paréntesis forzoso.

La calle frente a él, una especie de bulevar sembrado de acacias raquíticas, se extendía entre casas modestas y desiguales, cada una con su estilo, como si la ciudad no hubiera terminado nunca de decidir quién quería ser. La calle ascendía hacia una pequeña colina, y al fondo se adivinaban unos árboles, insinuando la presencia de un parque o una zona verde.

Martín dudó un instante, pero luego echó a andar cuesta arriba, como si el simple acto de caminar pudiera empujar también su vida hacia otro lugar. No lo sabía todavía, pero aquel paseo improvisado le haría pensar en muchas cosas que llevaba tiempo evitando: el trabajo que ya no le motivaba, la relación que se había vuelto rutina, y ese miedo silencioso a haberse conformado demasiado pronto. Cada paso, sin saberlo, sería el primero hacia una decisión que cambiaría su rumbo.

De vez en cuando, un gato cruzaba la calzada con movimientos precisos y elegantes, sorteando los charcos con la soltura de quien conoce bien la calle. Un perro pequeño, de esos que parecen nerviosos por naturaleza, olisqueaba con ansiedad los troncos de los árboles, rastreando restos de comida. No se veía ni un alma más.

Martín sintió un peso extraño en el pecho. Un vacío. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo matar ese tiempo muerto hasta la llegada del tren? Pensó con resignación en volver al viejo bar de la estación, pedir una cerveza que probablemente sabría a metal y hojear el periódico local, repleto de noticias irrelevantes.

Pero entonces algo rompió la monotonía: una comitiva fúnebre doblaba la esquina y avanzaba por la calle en la que él se encontraba. Fue casi un alivio. Aquello, al menos, rompería la linealidad del tiempo; diez minutos menos de espera.

Sin embargo, algo en aquella escena capturó su atención con más fuerza: el féretro iba acompañado sólo por ocho personas. Una de ellas lloraba; el resto hablaba con tono tranquilo, casi amistoso. No había sacerdote. Martín dedujo enseguida que se trataba de un entierro civil y se sorprendió de la escasa asistencia. En una ciudad como Loubain, pensó, debía haber al menos un puñado de personas dispuestas a acompañar a alguien que rompía con la tradición religiosa.

La marcha del cortejo era rápida, sin pompa, sin solemnidad. Una despedida breve. Sin saber muy bien por qué, Martín sintió el impulso de seguirlos. Tal vez por puro aburrimiento. Tal vez por esa necesidad humana de formar parte de algo. Se colocó al final del grupo, caminando con gesto serio, imitando el respeto de los demás.

Los dos últimos hombres del grupo se giraron sorprendidos. Lo observaron un momento antes de susurrarse algo. Luego, se lo comentaron a los de más adelante, que también se giraron, evaluándolo. Martín sintió el juicio silencioso en cada mirada. Para evitar malentendidos, decidió acercarse y hablarles:

—Perdonad la interrupción… No conocía a la persona fallecida, pero al ver que era un entierro civil, me ha parecido importante acompañar. Me ha salido así, sin pensarlo mucho.

Uno de ellos respondió:

—Era una mujer.

Martín se quedó un instante pensativo, antes de añadir:

—¿Y no había ceremonia religiosa?

Otro hombre, algo mayor, con voz pausada, explicó:

—El párroco no ha querido permitir la entrada en la iglesia.

Martín frunció el ceño. No acababa de entender.

—Se quitó la vida —añadió el hombre en voz baja, casi confidencial—. Por eso no le han querido hacer una misa. El que va delante, el que llora, es su marido.

Martín lo observó. Era un hombre joven, con una tristeza sin disimulo, rota.

El señor que le hablaba percibió su curiosidad y le ofreció más detalles:

—Era hija de un empresario local muy conocido. Pero cuando tenía once años… un crimen horrible. Un empleado abusó de ella. Estuvo a punto de morir. El juicio fue un escándalo, toda la ciudad lo supo. Desde entonces, todo cambió para ella. Nadie se atrevía a acercarse, como si fuera culpable de lo que había sufrido.

Martín apretó los labios, en silencio.

—Creció sola. Aislada. Convertida en un nombre, en un susurro. Incluso de adulta, seguía siendo “la niña Fontanilla” para muchos. Se casó, sí… pero eso no borró el daño.

Martín caminaba a su lado, escuchando con respeto. Pensaba en lo absurdo del juicio ajeno, en la crueldad de una comunidad pequeña que se alimenta del estigma y lo convierte en identidad. Pensaba también en sí mismo, en las cosas que lo atormentaban y que nunca se atrevía a enfrentar.

—Incluso hoy en día, encontrar quien la acompañara fuera de casa resultaba casi imposible. —continuó el hombre—. Pocas niñeras o cuidadoras que llegaban a la puerta de su casa no duraban más de un par de días. Las demás familias del barrio mantenían una distancia marcada, como si algo invisible la rodeara, algo que no se atrevían a nombrar, pero que todos sentían. La niña, siempre sola, permanecía a un lado de los patios donde los otros niños jugaban alegremente, rodeada de risas que nunca alcanzaban sus oídos. A veces, arrastrada por el impulso de pertenecer, se acercaba cautelosamente a algún grupo, pero en cuanto sus compañeros la percibían, la reacción era inmediata. Las madres se levantaban, recogían a sus hijos con rapidez, y las niñas, aún sin comprender bien el motivo, también se alejaban. La pequeña se quedaba atrás, desorientada, preguntándose si había hecho algo mal, sin poder comprender por qué el mundo le mostraba tan claramente que no era bienvenida. El llanto, entonces, se convertía en su única compañía. Se refugiaba en el delantal de la criada, donde el consuelo, aunque tibio, le daba un respiro momentáneo. Con el paso de los años, el rechazo se intensificó. Las muchachas de su edad, antes curiosas, se alejaban rápidamente, como si se tratara de un peligro palpable, invisible para ellas pero real para todos. No era solo que las otras niñas se apartaran, sino que también las madres las miraban con una mezcla de desaprobación y temor. La joven Fontanilla había sido marcada, y no sólo por la tragedia que había sufrido, sino por la sociedad que la había colocado en una categoría aparte, más allá de los convencionalismos y los códigos de los que todos parecían ser parte. Cuando caminaba por la calle, acompañada de su institutriz, su paso era firme, pero sus ojos, siempre bajos, delataban la carga interna que llevaba. A menudo sentía las miradas curiosas, los cuchicheos que la seguían, las sonrisas maliciosas y los murmullos que la etiquetaban como una sombra del pasado. Ninguna de las chicas de su edad se atrevía a saludarla, y aquellos que lo hacían lo hacían con una frialdad distante, como si ella estuviera fuera de su mundo. De vez en cuando, algunos hombres de la ciudad se descubrían al verla, un gesto que parecía más una obligación que un respeto genuino. Por dentro, ella sentía una lucha constante, un eco de aquellos días olvidados por la mayoría, pero que nunca se disolvieron en su alma. Sus padres, aunque siempre cuidadosos, no sabían cómo interactuar con ella. De alguna manera, la veían como una extraña, como una versión distorsionada de la hija que esperaban tener. La vida de Fontanilla no era solo un constante recordatorio de lo que había perdido, sino de lo que la sociedad pensaba que ya no tenía derecho a reclamar: la pureza, la inocencia, las oportunidades. Y, sin embargo, había algo en su mirada, en su forma de caminar, en el modo en que se mantenía erguida pese a todo, que sugería que la historia no había terminado. Aquella joven, marcada por el sufrimiento, no era un ser derrotado. Había algo más en su interior que la empujaba a seguir adelante, un destello de resiliencia que nadie, ni ella misma, podía ver del todo. La sociedad había intentado borrarla, pero ella aún guardaba una chispa que podía renacer. Y si algo le quedaba claro, era que no se rendiría tan fácilmente. Hace unos dieciocho meses, un nuevo subprefecto llegó a la ciudad. Traía consigo a su secretario personal, un hombre joven y algo peculiar, que, al parecer, había vivido una temporada en el barrio latino. Fue allí donde conoció a la joven Fontanilla, quien, a pesar de su doloroso pasado, había logrado abrir un pequeño espacio en su vida para el amor. Este hombre, sin importar los murmullos ni las historias que pesaban sobre ella, decidió enamorarse de ella. Cuando le contaron todo sobre su historia, su respuesta fue sorprendente: «Bah, eso es exactamente lo que la hace más real. Prefiero que sea ahora que tarde». Con esa actitud desafiante y segura, y, sin titubear, se casó con ella. El amor que le profesaba parecía renovador, como una segunda oportunidad no solo para ella, sino también para él. Era un hombre con recursos y, al igual que una persona que se siente verdaderamente comprometida, comenzó a visitar los círculos sociales a los que antes había sido rechazada, desafiando la opinión pública, enfrentándose a los prejuicios. Nadie se atrevía a hablar del pasado de Fontanilla, como si ese capítulo se hubiese cerrado para siempre. Su esposo se convirtió en su mayor defensor, un faro en medio de la tormenta. Por fin, ella pudo comenzar a disfrutar de una vida social sin las cargas de la vergüenza que antes la asfixiaban. Su esposo no solo le ofreció su amor, sino también una nueva oportunidad, permitiéndole reescribir su historia. Pasaron los meses y, cuando quedó embarazada, algo sorprendente ocurrió: incluso aquellos que la habían evitado antes, aquellos que le daban la espalda, comenzaron a aceptarla nuevamente. Como si la maternidad, ese acto tan natural y humano, hubiese purificado lo que el mundo había intentado corromper. Era una transformación visible, y las puertas que se habían cerrado empezaron a abrirse, una a una. Sin embargo, el destino tenía sus propios planes. En una fiesta local, celebrada en honor a la patrona de la ciudad, el prefecto y su equipo de trabajo presidían el evento. Las medallas fueron entregadas por el secretario, Paul Hamot, quien, tras pronunciar algunas palabras, se preparaba para entregar una de las distinciones. En ese momento, un hombre del pueblo, frustrado por no haber recibido una medalla de primera clase, se acercó al estrado, y, frente a todos, le gritó al secretario: «Te puedes guardar tu medalla, esta señora necesita una de primera clase, como yo, por todo lo que le deben». La multitud, en un primer momento confundida, comenzó a reírse, y algunos incluso hicieron comentarios crueles. El foco de la burla se posó inmediatamente sobre la joven Fontanilla. Ver cómo se desmoronaba frente a los ojos de todos fue una imagen desgarradora. Se levantó y cayó varias veces, como si tratara de huir de la humillación, pero sin poder encontrar una salida. La voz del pueblo, cruel e implacable, resonaba por todo el salón. La situación se volvió insostenible, y su cuerpo temblaba, completamente paralizado por la indignidad de lo sucedido. El marido de Fontanilla, Paul Hamot, reaccionó rápidamente, cogiendo al provocador por el cuello y arrastrándolo fuera del salón, mientras la ceremonia se interrumpía. Aquel espectáculo de violencia era la culminación de años de sufrimiento y represión para Fontanilla. Sin embargo, después de ese día, algo cambió en ella. Sin decir una palabra, sin mirar atrás, corrió hacia el puente y, de manera irremediable, saltó al agua. La tristeza que la había acompañado durante tanto tiempo, la presión de vivir bajo el peso de la mirada ajena, la desesperación de no poder sanar en un mundo que no le daba tregua, la habían llevado a ese desenlace. La encontraron horas después, ya sin vida, pero la memoria de su dolor no se desvaneció tan fácilmente.



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En el texto hay: superacion

Editado: 09.12.2025

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