Le habría gustado poder decir que no ocurrió así, o que no fue él quien se comportó de aquella manera, pero la realidad y la honestidad se lo impedían. En otras ocasiones había estado en la gasolinera sin percatarse de nada. Era uno de esos lugares llenos de automatismos que transcurren por debajo de cualquier otro pensamiento consciente. Ese era él, alguien como cualquier otro, un domingo por la mañana. No demasiado temprano, pero tampoco tarde. Un domingo anónimo en una gasolinera de cualquier lugar.
La cuestión fue que se agachó a revisar el aire de las ruedas bajo la condenatoria mirada de su hija adolescente. Por más que la animó a ayudarle, como cuando era niña y convertían cualquier tarea en una experiencia emocionante, ella ni siquiera hizo el amago de bajarse. Le lanzó una mirada que bien podría haberse etiquetado como: ni se te ocurra. Él intentó consolarse pensando que la situación se arreglaría sola. Sin embargo, no ocurrió así. El karma, la vida, el dios que estuviera de guardia o el universo no estaban de su parte aquel día. La joven regresó con una llave inglesa y una sonrisa de satisfacción que se le hizo insoportable. Logró desenroscar la boquilla y colocó una nueva.
Su hija, que al principio había permanecido en el coche más cansada que enfadada, observó a la chica —tan solo unos años mayor que ella— con un gesto de interés, como si quisiera aprender. Aquello fue el colmo. De vez en cuando le miraba, y él hacía todo lo posible para evitar que sus miradas se cruzaran, sabiendo que, en su interior, ella estaba disfrutando de cómo la otra lo ponía en su sitio sin necesidad de malos gestos ni palabras irónicas.
Después, entre los dos revisaron las otras ruedas. Incluso la hija les siguió, con la intención de echar una mano si fuera necesario. Al terminar, él dio las gracias varias veces, con tono de niño arrepentido, casi susurrando entre respiraciones. No estaba preparado para que su hija le escuchara reconocer lo acertada que había estado la chica en sus acciones. Ella solo respondió:
—De nada. Si no nos ayudamos unos a otros, ¿en qué nos convertiremos?
¿Qué podía responderle a eso? De repente, ambos estaban en silencio, mirando a la hija. Tal vez ella se sentía satisfecha de haber dado ejemplo, mientras él se convertía en el peor padre y el peor hombre del mundo. Luego la joven se alejó sin prisa. Para ella, la mañana seguramente había valido la pena.
Padre e hija subieron al coche. Ya no parecía que ella tuviera tanta prisa por llegar al cumpleaños. Se le escapó una medio sonrisa tierna, como si en el fondo su padre le diera un poco de pena. O eso quiso él pensar. Lo cierto es que arrancó y condujo sin decir nada durante el resto del trayecto. Ella solo puntualizó que la chica le había parecido muy amable. Pero él no estaba dispuesto a darle conversación. No tenía ganas de remover todo lo que se le acumulaba por dentro. Se sentía abochornado, y no iba a gritar que lo había humillado una niñata haciendo trabajos de hombres, porque no era cierto. Se había avergonzado a sí mismo frente a una persona educada y resolutiva. Seguro que una buena trabajadora y compañera de profesión. Tal vez, también para él había sido una mañana provechosa, aunque eso último tardó unas cuantas horas en procesarlo.
Aquella mañana, su hija iba al cumpleaños de una amiga y lo último que necesitaban era un drama por una mancha en la ropa o por unos pelos fuera de la coleta perfecta.
Él marcó la presión exacta y enseguida el aparato indicó que era necesario inflar el primero de los neumáticos que comprobó. Apretó la boquilla y presionó el botón, pero en lugar de escuchar el sonido profundo del aire entrando, oyó el agudo pitido del aire saliendo. La apartó de inmediato. Lo intentó dos veces más, observando cómo descendía la presión de la rueda en la pantalla de la máquina. Durante unos segundos, el pánico lo atrapó con la posibilidad de acabar con un neumático desinflado y hacer de aquel domingo anodino uno importante, uno que trascendiera y arruinara su tranquila capacidad de olvidarlo.
Además, no se trataba solo de él. También estaba su hija, que iba a disfrutar contando el episodio a su pandilla del cumpleaños, a madres y padres, y a la familia cada vez que se reunieran. La imaginó añadiendo detalles que lo dejaran aún más en ridículo mientras él intentaba explicar su versión, que, a todas luces, les parecería aburrida o poco creíble.
Se incorporó sin saber muy bien qué hacer. Los empleados despachaban combustible a toda prisa en medio de los vehículos impacientes. No era, sin duda, el mejor momento para pedir ayuda. Aun así, insistió haciendo señas a algunos de ellos, sin éxito.
Entonces, un vehículo se detuvo justo delante del suyo. Su atención se desvió y se acercó para advertir al conductor que tardaría un buen rato, si había parado allí con la misma intención, porque la máquina no funcionaba bien. Fue entonces cuando una joven bajó del coche y, con total resolución, se ofreció a ayudarle.
Él se detuvo en seco. Algo en su interior explotó como si hubiera un escape de gas dentro de su cabeza o una mecha muy corta entre los oídos y el cerebro, y ella la hubiera detonado. Cuando abrió la boca, solo fue para soltar una ironía:
—¿En serio te has parado a ayudarme? Qué pena que no hubieras estado cuando inflaba las ruedas de los otros cinco coches que he tenido en cuarenta años.
Ella ni se inmutó. Con la misma amabilidad se agachó para comprobar que la boquilla no funcionaba. Él no podía controlar su ira. Lo que le faltaba: la típica empoderada que quería demostrar que era mejor. Lo mejor de todo —pensó con amargura— era que hasta ese momento, el desinflar la rueda había sido su preocupación, y ahora se había convertido en responsabilidad de ella. Fíjate, se dijo, de repente me siento más aliviado.
Mientras aún saboreaba sus palabras, una voz interior comenzó a recordarle que su hija estaba observando toda la escena desde el asiento del copiloto con gran interés. Y que él no era así. No era ese tipo desagradable que se siente humillado porque una mujer lo ayuda, mucho menos en cuestiones automovilísticas. No despreciaba a alguien que pretendía ayudar. Y, sin embargo, no podía controlarse.