Navidades desencantadas

El coche de una época

Echo de menos a mi madre. La echo mucho de menos. Ella tenía una fuerza que yo no he tenido nunca. Ella es la que nos sacó adelante a mí y a mi hermano, ella sola. Sin ninguna ayuda. Trabajando a todas horas y sacando tiempo, no se sabe cómo, para estar con nosotros, ayudándonos con las clases, llevándonos de excursión o para lo que hiciera falta.

Ajenos al sacrificio que costaba cualquier excursión, siempre andábamos metidos en el coche, de viaje a algún sitio. Las montañas, el zoo, el cine en Madrid, la playa o visitar otra ciudad cercana; cualquier cosa menos quedarnos en casa.

Lo único bueno que hizo mi padre por nosotros, al abandonarnos, fue dejar el coche. Aquel Seat 124 nos llevó a todos los sitios que permitía el exiguo capital que lograba ganar mi madre compaginando dos trabajos. Como el dinero nunca sobraba, mi madre no cambió de coche en su vida. El 124 sufrió todas las reparaciones posibles a lo largo de su existencia.

Mi madre se murió hace ya ocho años pero sigo soñando con ella. Cuando lo hablo con mi hermano, me cuenta que a él le pasa lo mismo. Nuestra madre sigue presente con nosotros todas las noches. Ya peinamos canas los dos desde hace tiempo, no somos unos niños como para que esto, la muerte de un familiar, aún lo tengamos tan presente. Esta curiosa resistencia del recuerdo de nuestra madre es una de las pocas cosas con sustancia de las que hablo con mi hermano. Cada uno vivimos en una ciudad diferente. Nuestra relación se reduce a llamadas esporádicas y sé que, en la cabeza de ambos, está ese “deberíamos vernos más” con el que nunca cumplimos.

Todavía mantenemos la casa del pueblo donde crecimos, un pequeño pueblo lejos de rutas turísticas, rodeado de olivar y de cuatro casas más que se caen a pedazos. Desde la muerte de nuestra madre apenas voy por allí. La casa se ha quedado triste y fría. Si he de visitar a alguno de mis tíos, que aún viven allí, prefiero dormir con ellos, en alguna de las antiguas habitaciones de mis primos. Alguna vez he aprovechado para dar una vuelta por el interior de nuestra vieja casa. Ver nuestras habitaciones ancladas en el tiempo me deja un insoportable peso sobre los hombros. En la nevera había una tira de fotomatón con cuatro fotos. Cuatro fotos en las que aparecíamos mi madre, mi hermano y yo. Felices. En una de ellas, mi madre guiñaba un ojo y sacaba la lengua, parecía burlarse de mi bajo estado de ánimo.

Como muchas otras veces, me había quedado sin trabajo. Podía seguir buscando empleo a través de internet y preguntando a amigos y conocidos. El móvil funciona en todas partes. Así que decidí no ser un huraño y visitar a la desatendida familia del pueblo.

Aquella vez decidí quedarme en nuestro antiguo domicilio. La chimenea volvió a expulsar humo, moví algunos muebles, reparé y pinté paredes. Y, un día, entré también en el garaje. Allí estaba el viejo Seat 124, bajo una lona llena de polvo, con las llaves puestas para que no se pierdan. Mi madre estaba en todo.

Giré la llave de contacto sin esperanza, con la certeza de que no se oiría ningún ruido. Sin embargo, algo se movió en el interior. ¡Lo intentó, el coche lo intentó!

Abrí el capó, como si allí hubiera un pequeño duende que me fuera a señalar con un dedo dónde estaba el problema. Sabía que no tenía ni idea de coches pero también tenía conciencia de que tenía mucho tiempo libre.

Vacié por completo el interior del coche buscando toda la documentación relativa al modelo, años de fabricación, reparaciones hechas… Lo dejé limpio por dentro y por fuera. Cambié todo lo que estaba a mi alcance: filtros, batería, carburador, cables y bujías. Puede parecer un tópico pero en YouTube hay gente que hace vídeos de todo.

Funcionó.

Llegó el día en que, al girar el contacto, sonó el motor con una regularidad aceptable. No se notaban saltos ni ahogos, pero sí algún rozamiento. Me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo de felicidad y orgullo. Giré la rueda que encendía la radio del coche y, con una breve búsqueda, comenzó a sonar Happy de Pharrell Williams. Me reí como un loco, yo solo, dentro del coche.

Aquella noche me fui a dormir con una satisfacción increíble. Con la sensación de ser inmortal o todopoderoso. Pensando que por la mañana, cuando me despertara, tendría varias ofertas de trabajo como mecánico esperando en mi correo electrónico. O, incluso, que abriría mi propio taller de reparaciones.

Por la mañana, lo que encontré fue algo bien distinto. Empecé escuchando unos golpes extraños en el garaje. Cuando entré, encontré a un hombre desconocido forcejeando con el coche para soltar su pie. Había entrado a robar por la noche y, de alguna manera, su pie había quedado atrapado bajo la rueda del vehículo.

Le amenacé con una pala desde la distancia para que se estuviera quieto mientras llamaba a la Guardia Civil. En este pueblo tan pequeño llegaron de inmediato. Se llevaron al hombre que decía que el coche se había movido solo.

Lo cierto es que tuve que soltar el freno de mano para mover el coche y liberar el pie del ladrón.

No le conté nada a mi hermano sobre aquella desagradable visita. Quería que lo del coche fuese una sorpresa. Esta navidad me iría hasta su casa con él. Todas las Nochebuenas eran un tanto anodinas desde hacía tiempo. El tío Francisco, que soy yo, tenía toda la culpa. Soy un amargado que no ha sabido crear una familia como mi hermano con sus tres hijos y su novia de toda la vida. Ninguna de mis parejas me ha aguantado lo suficiente como para compartir una cena familiar en Nochebuena.




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