Navidades desencantadas

El ciclo del consumo

La música machacona de todas navidades. Siempre igual. Pretende ser algo feliz, pero, de tanto repetirla, resulta cargante. Pero a la gente le es lo mismo, se ven atraídos como las polillas a la luz. La música suena y las tiendas atrapan a la gente, con su música y sus luces, en una red invisible de la que no pueden salir. Y es que todas las tiendas están atestadas de gente. El corredor central del centro comercial es igualmente un río de personas que vienen y van.

La mujer va cargada con varias bolsas en cada mano, sorteando a otros compradores. Muestra en su rostro el agobio que le produce tanto gentío y la música ensordecedora del hilo musical. Sopla, en un gesto inútil, para tratar de quitarse el pelo de la cara. Está sudando con generosidad debido a la calefacción del edificio. Le gustaría quitarse el abrigo pero no tendría manos para sujetarlo. Tiene también a su hijo aferrado al dedo meñique. El único apéndice que le queda libre portando tantos regalos de compromiso.

—Manuel. Ni se te ocurra soltarte de la mano, ¿de acuerdo? —le dice la mujer a su hijo mientras este mira en todas direcciones menos a la cara de su madre.

Hay demasiado que contemplar. Grandes lazos rojos que cuelgan del techo, cadenetas doradas, luces que se apagan y se encienden con ritmos aleatorios y cambiantes en cada escaparate. Un Papá Noel enorme de plástico preside la entrada a la tienda de juguetes junto a un Tiranosaurio Rex a tamaño real.

Su madre va tirando de él en dirección a la zona del parking, luchando contra la marea, en contra de la muchedumbre. Avanzan despacio con el cuello del niño en un escorzo imposible, tratando de no perder de vista el gran tiranosaurio. El gran saurio verde desaparece entre campanas doradas y las bolas blancas de porexpán que parecen flotar en la nave central.

En el piso superior, los rótulos luminosos le invocan como vampiros culinarios: hamburguesa, pizza, pasta… Montañas de queso derretido monopolizan en ese momento toda su imaginación. Los olores de comida grasienta y dulce le seducen desde arriba. El golpe olfativo que despide la tienda de perfumes y colonias le saca de su trance. Su madre intenta seguir tirando de él al tiempo que esquiva grupos de familias que, como ella, tratan de hacer las compras de Navidad a última hora.

Sus esfuerzos se ven interrumpidos por una azafata que les bloquea el paso. Un traje blanco barato con una falda muy corta y el sempiterno gorro cónico con un pompón al final:

—Hola guapo, ¿quieres un globo? —la azafata, con una bonita sonrisa, está decidida a despachar rápido todos los globos que lleva con la marca comercial de un perfume.

—No, gracias, que llevamos prisa —dice la madre.

—¡Mamá! —el tono de reproche y la mirada del niño lo dicen bien claro:

«¿Me quieres decir que tú puedes ir cargada a reventar con cosas por las que has tenido que pagar, y yo no me voy a llevar un globo gratis?»

—Está bien —claudica la madre—. Pero dese prisa que vamos tarde. De verdad.

—Mira, te lo voy a atar aquí —se agacha, solicita con el niño, para atarle el globo mientras deja a la madre dentro de una jungla de globos sin poder ver nada—. Así, para que no se te pierda.

La madre le dirige una sonrisa nerviosa a la azafata. Una sonrisa de compromiso que contrasta con la perfecta y profesional sonrisa de la azafata que se despide mirando solo al niño.

La mujer, con sus bolsas, los dedos insensibles por el peso, el calor del abrigo; piensa de forma indecorosa sobre la familia de la azafata que le ha hecho perder el tiempo. Si tuviera manos la abofetearía, le daría un bofetón con la mano abierta a todo el que se pusiera delante. Así, al menos, sentiría las manos y sabría que Manuel, su hijo, sigue agarrado a ella. El globo es la boya que indica que hay un submarinista bajo ese mar del consumismo que la engulle.

Un muñeco de nieve le cierra el paso. Cuando va a esquivarlo, se mueve en su dirección bloqueándola. La mujer espera que, la persona dentro del muñeco, vea la cara de enfado que pinta en su rostro para que la deje pasar. El muñeco, ajeno al rostro tenso de la mujer, sigue con su juego de bloquearles el paso, con su sonrisa dibujada en la pelota que tiene por cabeza. Ella imagina que a su hijo, todo esto, le debe estar haciendo mucha gracia. A ella, ninguna.

Por fortuna para ella, un grupo de jóvenes, atolondrados por la edad, se llevan con ellos al muñeco y casi le arrancan las bolsas de la mano al pasar. Tiene la sensación de ser uno de esos pájaros muertos que se ven en los documentales y que, en un rápido time lapse, un grupo de hormigas pasa sobre ella y ha devorado el cadáver en unos instantes, sin que queden más que unos pocos huesos.

Por suerte, el peso de las bolsas y el globo siguen ahí. Se le antoja que ya ha pasado varias veces por el mismo sitio. Ese deja vu de experiencia ya vivida. No puede negar que los centros comerciales están pensados para eso, para que te quedes allí de manera indefinida comprando, consumiendo en un ciclo infinito. No sabe lo acertado que es este pensamiento.

Con la mirada al frente busca ansiosa una cruz verde luminosa, su particular estrella de Belén. La farmacia del centro comercial que se encuentra cerca de la salida del parking. Encuentra su brillo y se deja guiar por él para salir de su agonía.

La cantidad de gente disminuye. Logra salir de la corriente que le llega en contra procedente del estacionamiento de los coches. Vuelve la cabeza para controlar a Manuel. Su hijo no está.

Solo lleva bolsas. Un montón de bolsas en cada mano y un globo atado a una de ellas.

Se le para el corazón. Para ella se hace el silencio, se para la música de las tiendas y la gente enmudece. Mira hacia las personas, moviéndose de un lado a otro, tratando de ver algo. Tratando de reconocer una cara en esa multitud. Pero, la cara que quiere encontrar, se encuentra a un metro por debajo de la línea de los rostros que pasan ante ella. Clavada allí, espera a que Manuel salga de la multitud llorando.




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