No soy el Protagonista: Tomo I

CAPITULO 12: SERG DOH

PARTE 1

Durante el tortuoso trayecto de Arboleda a Nevaria, la atmósfera se tornaba cada vez más tensa. Las jornadas se alargaban entre un pesado silencio y el rechinar de las ruedas de las carretas. Los hombres de Serg Doh eran los que soportaban el mayor peso: no solo cargaban con el equipaje y los víveres para los cinco días de viaje, sino también con la presión psicológica de estar siempre alerta. Algunos caminaban bajo el sol abrasador o la fría noche, mientras las carretas avanzaban llenas hasta el borde con armas, comida y barriles de agua. El agotamiento se reflejaba en sus rostros sudorosos, pero nadie osaba quejarse. La mirada de Serg era suficiente para cortar cualquier palabra antes de ser pronunciada.

El camino real estaba plagado de peligros. Era un corredor de desgracias donde los carroñeros, los ladrones, los asesinos y los adictos al pasto rojo acechaban a cualquiera lo suficientemente desafortunado para cruzarse con ellos. El pasto rojo era conocido por nublar los sentidos, generar una rabia incontrolable y, en muchos casos, llevar a una muerte dolorosa. Serg Doh lo sabía, pero lejos de temerlo, lo usaba como moneda de cambio. Sin embargo, no todos los encuentros terminaban con palabras.

Cuando se encontraban con hostiles que no aceptaban unirse o ceder al pago, Serg no perdía tiempo en negociaciones innecesarias. Una simple inclinación de su cabeza o un gesto con la mano bastaba para dar la orden. Los métodos de los hombres de Serg eran brutales, diseñados no solo para matar, sino para enviar un mensaje de terror a cualquiera que se cruzara con ellos después.

A los más rebeldes los inmovilizaban mientras otros sujetaban sus extremidades. Las primeras muertes, hechas con dagas, eran rápidas, aunque no menos crueles: las hojas afiladas se deslizaban desde la garganta hasta el estómago, abriendo un surco profundo que dejaba escapar sangre como si fuera un río oscuro y espeso. Sin embargo, aquellos que desafiaban abiertamente o insultaban a Serg sufrían un destino mucho más lento. Eran obligados a arrodillarse mientras sus verdugos les rompían los dedos uno por uno, disfrutando de los gritos que se alzaban en la noche. Cuando el silencio finalmente llegaba, ya fuese porque sus gargantas quedaban rotas de tanto gritar o porque la vida se apagaba, sus cuerpos eran arrastrados y dejados a un lado del camino como alimento para los animales carroñeros.

Los hombres de Serg se turnaban para ejecutar los castigos. No era una simple tarea, era un espectáculo que alimentaba su moral torcida y les recordaba que debían ser despiadados para sobrevivir. A veces, incluso apostaban sobre cuánto tiempo durarían las víctimas antes de morir. La sangre tiñó el camino real en varios tramos, dejando huellas que marcaban su paso como un aviso para otros.

Por otro lado, aquellos que aceptaban el pago o el trato eran tratados con un perverso toque de camaradería. Los adictos al pasto rojo recibían pequeños paquetes de la droga, lo suficiente para hundirlos más en su dependencia y asegurarse de su lealtad. A los hombres sanos que se unían a la causa se les ofrecía alcohol y comida como prueba de buena fe, pero siempre bajo la mirada evaluadora de Serg. Nadie era bienvenido hasta que demostrara su utilidad.

Uno de los nuevos reclutas, un hombre alto y delgado llamado Rannor, temblaba mientras aceptaba un paquete de pasto rojo. Sus manos eran huesudas y temblorosas, reflejo de años de abuso de la droga. Al mirarlo, Borrak, uno de los lugartenientes de Serg, rió con sorna.
—¿Este saco de huesos cree que servirá de algo? —preguntó mientras esperaba las ordenes de Serg.
—Más útil que tú cuando tienes la lengua suelta —respondió con fiereza su mano derecha que compartia con Serg el carruaje. Borrak cerró la boca de inmediato.

Los hombres de Serg seguían su marcha, empapados de sudor, sangre y un oscuro orgullo que los unía bajo la bandera de su líder. Cada muerte, cada nuevo recluta, fortalecía su causa y alimentaba la leyenda de su paso.

Nevaria estaba cerca, pero también lo estaban los rumores de que los enanos ya tenían control sobre la ciudad. Serg no era ingenuo: sabía que enfrentarse a ellos no sería una llegada tranquila ni mucho menos pacífica. Pero no le importaba. Su mente, fría y calculadora, ya estaba trazando planes para el asedio. Para él, solo existían dos resultados: la victoria o la muerte. Y para su desgracia, prefería la primera.

Dentro de una de las carretas más elaboradas y lujosas, diseñada con un cuidado casi obsesivo por el detalle, el interior ofrecía una comodidad que parecía desafiar la crudeza del mundo exterior. Los asientos estaban cubiertos de piel acolchonada, rellena con plumaje que se amoldaba perfectamente al cuerpo de quien se sentara en ellos. Junto a los asientos, había pequeñas mesas de madera fina que sostenían botellas de cristal tallado, llenas de vino rojo como la sangre y vodka tan transparente como el agua de un arroyo. Estas bebidas eran especialidades de un conocimiento traído por los Renacidos, seres que, se decía, habían aparecido de otro mundo, trayendo consigo innovaciones que este apenas comenzaba a comprender.

Sentado en este lujo, Lord Serg, con su porte imponente y mirada calculadora, compartía el espacio con su mano derecha, un hombre callado y de semblante gélido, y otro individuo que parecía fuera de lugar en aquel ambiente. Este último era Vhy, un hombre alto, de complexión delgada hasta el punto de lo enfermizo, pero con rastros de fuerza y musculatura en los brazos. Su cabello negro caía en mechones desordenados, enmarcando un rostro pálido y gastado, mientras su mirada permanecía fija en el suelo como si temiera alzarla y enfrentarse a las personas que lo rodeaban. Había algo trágico en su postura, como si su sola existencia estuviera cargada de arrepentimiento y fracaso.




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