Novela a mis 5 lectores

Capítulo III: Las Lecturas Invisibles

Ella llegó como un amanecer: lenta, cálida, inesperada, sin anunciarse.

Su primer comentario fue breve. "Me encanta el personaje de Mina. ¿De dónde sacaste su voz?" Eran solo diecinueve palabras, pero Valarqui las leyó treinta veces. Treinta veces buscando capas de significado, como un cabalista lee el Torah. Mina era una creación suya de la que nadie había hablado nunca. La mayoría de los lectores no llegaba ni a conocerla. Pero esta persona no solo había llegado—había visto.

Los siguientes comentarios fueron una revelación lenta. Citaba frases exactas de capítulos que había leído hacía semanas. No citas memorables, sino líneas menores, detalles arquitectónicos de la prosa que Valarqui había colocado casi inconscientemente. "Amo cuando dices 'el silencio olía a vetiver'", escribió en un comentario. Valarqui tuvo que releer sus propias palabras para recordar que las había escrito. Esa frase llevaba tres semanas enterrada en el capítulo 7.

Luego vinieron las preguntas. Profundas. Arqueológicas. "¿Por qué elegiste que el reloj en la casa de la abuela se detuviera exactamente a las tres? ¿Es una referencia a algo?" Valarqui se quedó en silencio durante una hora. ¿Era una referencia? Él no lo sabía. Había puesto eso porque sentía que debía estar ahí. Pero bajo el escrutinio amoroso de esta lectora, comprendió que sí lo era. Era una referencia a todo. Al tiempo detenido en el trauma. A la infancia congelada. A la muerte que no llega pero tampoco deja vivir.

Su nombre era Alejandra. Eso era todo lo que sabía. Sin foto de perfil. Sin descripción de biografía. Solo una cuenta antigua con treinta y dos seguidores, la mayoría perfiles inactivos. Pero esos treinta y dos seguidores parecía que ni siquiera la conocían. Su escritura no tenía seguidores. Sus comentarios no recibían respuestas. Ella existía solo aquí, en estos márgenes de ficción, en este pequeño templo que Valarqui había construido para sí mismo.

Valarqui comenzó a escribir diferente. No conscientemente, sino como el cuerpo se adapta imperceptiblemente al clima. Sus frases se volvieron más complejas. Los símbolos más densos. Las implicaciones más sutiles. Escribía para ser leído por ella. Para que ella encontrara esas perlas que nadie más buscaba. Era como tener una única estrella de la que navegador privado, invisible para el resto del universo, pero incandescente para quien conocía su frecuencia exacta.

Semanas pasaron así. Comentarios que eran casi conversaciones. Fragmentos de sus vidas filtrados a través de la ficción. Valarqui supo que Alejandra amaba los detalles minúsculos porque ella vivía en ellos—en los gestos silenciosos, en la arquitectura de las cosas no dichas. Supo que ella entendía el trauma porque lo conocía íntimamente. Y Alejandra supo, de alguna manera, que Valarqui escribía desde un lugar de herida antigua, uno que no había cicatrizado sino que había aprendido a respirar.

Entonces llegó el final de la novela.

No fue abrupto. Valarqui lo había planeado cuidadosamente. El último capítulo ataba cabos sueltos de formas que solo una lectora como ella podría apreciar completamente. Dejó pistas que remitían a comentarios que ella había hecho. Incluyó una frase que casi parafraseaba una pregunta que ella había formulado semanas atrás. Fue su forma de decir: "Escuchabas. Yo te escuchaba escuchar."

El último comentario de Alejandra fue largo. La más larga de todas sus intervenciones. Habló del viaje de los personajes, de cómo sus arcos se cerraban no con soluciones sino con aceptaciones. De cómo el final no era esperanzador ni desesperado, sino verdadero. Y luego escribió: "Gracias por este viaje. Fue exactamente lo que necesitaba leer en exactamente este momento. Pero creo que es donde nuestros caminos se separan. Espero que encuentres más lectores que vean lo que yo veo aquí. Lo mereces."

Se despidió como quien deja una casa que no puede habitar. No de forma cruel. Sino con el pesar de quien comprende que algunas conexiones están limitadas por la geografía de sus propias circunstancias. Tal vez no tenía tiempo. Tal vez necesitaba enfocarse en su propia vida. Tal vez simplemente había completado lo que necesitaba completar con Valarqui, y continuar habría sido un apego innecesario.

Valarqui respondió con dignidad. La dignidad de un monje que acepta que los discípulos a veces deben partir. No le pidió que se quedara. No la suplicó que regresara. Solo escribió: "Estar presente para alguien en el momento exacto que lo necesita es lo más sagrado que puede hacer un escritor. Gracias por enseñarme eso."

Alejandra no respondió. Tampoco volvió. Su cuenta permaneció activa pero inerte. Como un sepulcro sellado herméticamente.

En la semana que siguió a su partida, Valarqui intentó escribir. Pero los dedos no sabían cómo comenzar historias para nadie más. Las otras novelas, las que aún respiraban en plataforma, esperaban actualizaciones. Habían estado esperando durante semanas. Valarqui abrió una. Leyó los últimos capítulos publicados. Nada. No sintió nada. Era como leer las instrucciones de un electrodoméstico. Correcto, técnicamente competente, pero vacío de propósito.

Y sin embargo, las cinco fieles seguían allí.

Cada vez que Valarqui publicaba algo—aunque fuera un capítulo que él sabía que era mediocre, escrito sin convicción, apenas funcional—aparecer el mismo patrón inmutable: un corazón rojo. Un "añadido a biblioteca". Y luego... silencio. Silencio profundo, sin comentarios, sin explicaciones. Como si simplemente registraran la actividad. Como si dijeran: "Viste. Esto existe. Esto importa."

¿Cómo podían decir que les gustaba si ni siquiera lo habían leído? ¿Era un gesto de lealtad ciega? ¿Un reflejo automático programado en sus hábitos digitales? ¿O era algo más profundo: una forma de decir "aún estamos aquí, aunque no podamos acompañarte donde necesitas ir"?

Valarqui no lo sabía. Solo sabía que escribía de nuevo. No por esperanza—la esperanza requiere energía que ya no tenía. Sino por inercia. Porque dejar de escribir significaría reconocer que todo esto había sido en vano. Y esa era una verdad demasiado pesada para soportar.




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