Durante los últimos seis meses, Valarqui había perfeccionado su arte hasta convertirlo en cirugía.
Cada frase era un gesto ritual. No una frase casual, sino un movimiento preciso, quirúrgico, destinado a resonar en una frecuencia específica del alma del lector. Había estudios sobre cómo la colocación de una coma afectaba la duración de la pausa mental. Cómo los sustantivos monosílabos impactaban diferente que los polisílabos. Cómo el sonido de una palabra—su peso fonético, su textura vocal—podía evocar estados emocionales antes de que su significado fuera procesado conscientemente.
Cada novela era una arquitectura simbólica. No una acumulación aleatoria de eventos y diálogos. Sino un edificio matemáticamente perfecto donde cada sala comunicaba con todas las demás. Donde los símbolos se reflejaban a través de niveles narrativos. Donde una observación casual en el capítulo tres reaparecía transformada en el capítulo quince, para revelar que había estado, todo el tiempo, prediciendo el tragedia final.
Sus cuadernos de preparación eran pergaminos de obsesión. Mapas de significado. Gráficos que trazaban arcos emocionales. Listas de palabras rechazadas: "él dijo" era demasiado plano, "él murmuró" demasiado melodramático, "él articuló" demasiado frío. Debía ser la palabra exacta. La única palabra que podría existir en ese lugar en el universo de la ficción.
Valarqui leía cada oración en voz alta antes de publicarla. Escuchaba el ritmo. Contaba sílabas. Verificaba que el tempo coincidiera con la emoción del momento. Si un personaje estaba ansioso, el ritmo debería acelerarse. Si estaba en duelo, debería alargarse. La prosa no era meramente un contenedor de significado. Era música. Era danza. Era arquitectura y cirugía y poesía fusionadas en un acto de creación.
Pero Plataforma de Publicación no era un templo. Era un mercado.
Y en los mercados, los vendedores conocen solo dos lenguajes: el de la ganancia y el del volumen. La belleza era un artículo de lujo que podían permitirse solo los vendedores ya establecidos. Para los nuevos, para los desconocidos, la belleza era un lujo que se convertía en responsabilidad. Una cadena. Un ancla que te hundía mientras otros, con obras más simples, más accesibles, más comerciales, ascendían.
Los lectores de Plataforma de Publicación ya estaban definidos. Valarqui había pasado meses estudiándolos. Eran gente que buscaba romance rápido—historias de amor que se resolvían en tres actos simples, con final feliz garantizado, sin ambigüedad ni complejidad psicológica que requiriera reflexión posterior. Buscaban fantasía domesticada: mundos mágicos, sí, pero con las asperezas limadas, con la moral clara como agua, donde los buenos ganaban y los malos recibían castigo. Buscaban thrillers con fórmulas: misterio en el acto uno, falsa pista en el dos, revelación en el tres, resolución en el epílogo. Los thrillers seguían plantillas. Y quien se desviaba de la plantilla era castigado por el algoritmo.
La estética de Valarqui era diferente. Era más profunda. Exigente. Requería que el lector dejara de ser pasivo y se convirtiera en cómplice. Las novelas de Valarqui dejaban preguntas sin responder porque la vida deja preguntas sin responder. Tenían finales ambiguos porque la realidad es ambigua. Contenían personajes que cometían errores no por villanía sino por humanidad compleja, por contradicciones irresolubles, por la forma en que el trauma modela el comportamiento de formas que la simple moral no puede capturar.
Era como ofrecer poesía en una feria de descuentos. Técnicamente en el mismo espacio, pero existiendo en dimensiones que nunca podrían tocarse.
Las cifras lo confirmaban con la crueldad de la objetividad estadística.
Sus mejores obras—aquellas en las que había invertido la mayor cantidad de vigilia, de angst existencial, de perfección formal—eran las menos leídas. Había publicado una novela experimental sobre la memoria que alternaba entre prosa y poema fragmentado. Ninguno la leyó. Cero lecturas en dos semanas. Cero comentarios. Como si hubiera sido publicada en dimensiones que la plataforma no registraba.
Por el contrario, una novela que escribió casi de broma—una historia convencional de romance sobrenatural donde el protagonista era un vampiro de ochocientos años enamorado de una estudiante universitaria—acumuló treinta y seis lecturas en tres días. Los comentarios fueron simples: "¡Tan adorable!", "¡Espero el próximo capítulo!", "¡Más besos, por favor!"
Nadie mencionó la estructura. Nadie preguntó por los símbolos. Nadie vio los ecos deliberados, las implicaciones psicológicas, la forma en que Valarqui había incrustado crítica social en los diálogos superficialmente románticos. Simplemente consumieron la historia y pidieron más.
Y así pasó mes tras mes. Sus obras más convencionales prosperaban. Sus experimentos morían. El algoritmo aprendía que los lectores de Valarqui querían cierta cosa, y le mostraba más de esa cosa. Lo cual reforzaba la expectativa. Lo cual entrenaba a nuevos lectores a esperar menos del autor. Lo cual lo atrapaba en una identidad que no era la suya.
Valarqui podría haber adaptado. Muchos autores lo hacen. Muchos descubren lo que funciona y lo repiten infinitamente, como un cocinero que descubre que sus enchiladas se venden mejor que su mole y entonces hace enchiladas para siempre. No hay nada deshonesto en ello. Es simplemente ver el mercado y servir lo que el mercado quiere.
Pero eso requería un acto de muerte.
Requería que Valarqui asesinara al Valarqui que había hecho el juramento frente al espejo. Requería que convirtiera su arte en oficio. Su vocación en negocio. Su temple en producto.
Fue una noche de noviembre cuando finalmente comprendió que no podía quedarse.
Había pasado ocho horas perfeccionando un párrafo. Un solo párrafo. Cien palabras que describían la forma en que la luz del atardecer atravesaba el cabello de una mujer en duelo, y cómo ese momento de belleza accidental era en sí mismo una crítica silenciosa del universo—porque la belleza no debería existir en los peores momentos, y sin embargo existe, como una broma cruel, como una obscenidad.