El destino juega con nosotros, la realidad nos revuelca, cada una de nuestras acciones repercuten en el curso de la vida, cada pensamiento y cada sentimiento que se produce en nuestro cerebro y es expuesto, nos vulnera. Todo puede explotarnos en la cara en un segundo y parece… que olvidamos eso.
Cosas oscuras nos acechan, a las personas menos indicadas, a los cobardes, algo francamente inevitable. No estoy seguro de ver salir el sol nuevamente, de lo que si tengo la certeza es que, las historias oscuras son mejores de contar, cuando no son las propias.
Finalizo, para poder comenzar.
Pablo Grams.
Capítulo I. El libro del asesino.
El frío congelaba mis dedos, mi nariz ardía pues se había irritado por la frecuencia para limpiar el fluido nasal con el paño viejo atado a mi mano. Respiré profundo para saciar el hambre feroz de mis pulmones. Tosí un poco y el mismo paño lleno de mocos absorbió las gotas de sangre.
-Genial –susurré mientras alejaba las migajas del desayuno que causaban comezón en mi barbilla. La soledad era nueva, no era mi amiga, ni siquiera una vieja conocida del pasado, pero ella había llegado para alojarse conmigo y conseguir atormentarme un poco más, algo que merecía con seguridad.
Fui a la habitación y observé mi rostro blancuzco e hinchado, en el espejo que colgaba sobre la pared de piedra del lado derecho de la cama, observé los restos dejados por las pesadillas que eran como bestias feroces, silenciosas, de enormes fauces. Mis ojos luchaban por abrirse, mis labios se habían tornado de un rosa más intenso de lo normal con un leve ardor superficial como de quien besa pasionalmente a un bloque de hielo. Me descubrí la frente de los cabellos ondulados que según mi madre, era herencia de la abuela, y acaricié la parte despejada de vello a media ceja por una pequeña cicatriz, una de tantas… una visible.
-Debes iniciar el día. Ponte la sudadera blanca de rayas azules, recuerda que es tu favorita aunque se esté descociendo de una de las mangas y tenga el cuello un poco estirado. Recuerda lavar tus dientes, usar poca agua al hacerlo y, ¡por amor de Dios!, peina esa cabellera que podría alojar a una civilización microscópica. –Dije, mientras observaba en mis labios, la manera en como mi madre solía poner en orden cada inicio del día.
Recientemente la configuración de mi mente volvía todo de un tono gris, no blanco ni negro, gris. Podía ser un monstruo y salir a las calles empedradas de Villa Ventura, pasearme por entre las casas de techos bajos y de apariencia humilde y destacar por mi vestimenta, o bien, hecho una piltrafa y todos pensarían que soy el más inadaptado que jamás haya pisado estas altas tierras. Puras mentiras. La gente, en realidad, se ocupaba con lo que le correspondía según su agenda personal, trabajadores hasta donde el frío permitiera y la seducción de las cobijas de lana aceptara, aunque los rumores y las novedades ajenas eran el picante de su vida y yo ya había perdido esa facultad.
Salí de casa con mi mochila cruzada por mi pecho, con mi chaqueta impermeable sobre la sudadera, con la máscara de tranquilidad y alivio que podría fácilmente ser confundida con ingenuidad. Caminé hasta llegar a la biblioteca del pueblo, ese lugar rutinario que se había vuelto mi fortaleza mucho más que la casa heredada por mi abuela, la que debía ser mi hogar pero solo era una rústica cabaña.
-Un vaso de café con canela y dos de azúcar, para el foreño, como ha hecho costumbre. –Escuché decir mientras cerraba la puerta de cristal y me acomodaba la mochila hacia un solo hombro. Tembloroso.
-Pero esta vez sin escupir, si a vuestra merced no le molesta. –Respondí. Ella esbozó una sonrisa dejando ver los dientes más blancos que hubiera visto antes. Aunque eso no debía decirlo.
-Debería prohibirte la entrada, o al menos exigirte una buena propina diaria. –dijo y deslizó el vaso con café hacia mí. El olor a canela impactó a mi nariz y llenó mis pulmones. Cerré los ojos.
-Deberías estar agradecida, si no fuera por mí estarías sola en este lugar.
-No puedo negar eso. Desde que se inauguró el centro cultural nadie más visita la biblioteca con la frecuencia que lo haces. eres el único que se interesa por estos libros. Eso es algo bueno, tu compañía no tanto, pero aquí es más cálido que afuera, así que los puntos a favor ganan.
-Bueno hay algo que me llama a este lugar. Posiblemente los muros de tabique aparente de rojo corazón, las colgantes luces amarillas, esas mesas de madera rústicas y los asientos de madera con cojines, cada uno de los escaparates que albergan los libros y los fantasmas que se encuentran perdidos por ahí, a los cuales casi puedo oír… quizás sea todo eso.
-¡Nunca debí de contarte lo de mi abuela! –Exclamó arrugando la frente.
-¿Crees que me burlo? ¡Oh no es así! Cada libro alberga fantasmas, duendes, dragones, animales, políticos, políticos animales. ¿No lo sabías? Apuesto que tu abuela debe estar orgullosa de ti.
-No podría saberlo, ella no convivía mucho con nosotros desde que murió mi abuelo. Se adentraba al bosque por días completos, porque quería lograr acceder a una conexión con la Tierra; decía también, que los humanos teníamos la capacidad de cambiar nuestro destino, por más inevitable que este pareciera… que solo debíamos ver a nuestro interior para así poder visualizar el pasado o el futuro, en el presente y, a la misma vida.
-¿Ella lo logró? –Pregunté.
-Bueno, se iba al bosque días completos a intentar visualizar su “no estado”. Ahora crees que estoy loca.
-Desde antes y por otras razones. –Dije y golpeó mi hombro con su puño, como lo había hecho antes, tantas como para que mis cerebro no lo tomara como amenaza.
Reí. Tomé un sorbo de café y me dirigí hacia la estantería. Los títulos, montados sobre el lomo de cada libro, se asomaban curiosos; inquietos, susurraban frases perfectamente articuladas para cautivar, como si fuesen sirenas con cánticos a los que navegaban cerca. Yo navegaba, por ahí y mi mente lo hacía también, y en ella, los recuerdos entonaban melodías terribles que me jalaban al pasado, a la oscuridad. Mi garganta se resecó y mis extremidades se congelaron.
- ¡Pablo! ¿Estás bien? –Preguntó y regresé de golpe a la realidad.
-Es solo que creo que he leído todos los de este estante. –Respondí.
-¡En dos meses! Fascinante. Pero no me engañas, puedo detectar que tienes esa cosa que diría mi abuela es un potencial de imaginación que golpea tu mente otra vez… lo que un psiquiatra llamaría tendencia a la esquizofrenia. Pero que tiene que ver con ese pasado que no has querido contarme. –Señaló con gran habilidad.
-¡Felicidades Felicia! Has mejorado exponencialmente tu nivel de observación, desde que me conociste, pero debes mejorar el de concentración. –Solté. Dulcificando la voz. Observé su rostro y noté como se acomodaba el cabello hacia el lado derecho de su cabeza y plegaba los labios por los extremos, el inferior más grueso que el superior. –El chico que pasa por tu casa con leña sobre el hombro por fin notará que te mueres por él.
Las mejillas de Felicia se enrojecieron, soltó una maldición en su mente porque no se atrevía a maldecir en voz alta por su firme convicción a ser la chica recatada de la familia, eso era seguro. Apretó los labios.
-Me agrada más cuando tomas un libro, te sientas junto a la ventana y te reclinas en el asiento por horas, en silencio, sin husmear en lo que quizás sea muy evidente para ti… –pausó extrañada. –¿Soy muy evidente? A veces te odio.
-A veces yo lo hago más que tú –Respondí.
-Por cierto, antes de intentar algo con ese chico, deberías decirle que terminamos, o que nunca hemos intercambiado fluidos corporales de ningún tipo. Todo el poblado piensa que tenemos algo sentimental.
-¡Qué estás diciendo! –exclamó.
-Bueno es porque me la paso mucho tiempo aquí. Me extraña que tu familia no. Espera, tu familia piensa que soy raro y que no soy tu tipo. Me corrijo, es casi todo el poblado.
-Correcto. Lo que no saben es que dices cosas muy ciertas… – Suspiró. –Iré a tirar la basura que olvidé ayer.
Felicia se dio la vuelta, se agachó por el cesto de basura y la dejé de ver tras el mostrador de madera oscura.
Continué mi búsqueda entre los libros, caminé hacia el fondo de la última fila de estantes, mi vista cansada bajó lentamente por los costados y casi al topar con el suelo, observé un libro de grosor mediano, desgastado del lomo, carente de letras y muy rústico, algo artesanal. Parecía tener una cubierta de cuero teñida de un azul muy oscuro algo enmohecida. Lo tomé aprisa y lo llevé hasta la mesa más cercana. Lo abrí.
“El Tratado de un asesino”. Decía como título.