Pecadora [la entrada al paraíso]

VEINTICUATRO

† VEINTICUATRO †

—MIGUEL, EL ARCÁNGEL DE YAHVÉ—

 

 

 

 

Dos días para la Llegada, mañana.

—Entonces… todo lo que debemos hacer es esperar.

        La noche había acabado, y el sol brillaba de nuevo en lo alto. Haamiah arrancaba el césped más grande para igualarlo con aquel que tenía menor tamaño. Sus alas reposaban, estiradas por completo sobre el verde lecho; disfrutaba de la conocida sensación que le ocasionaba el roce de las plumas con su cuerpo, y Miguel parecía estar a gusto también, pues había pasado en vela hasta aquel momento.

        »Esperar mucho, de hecho —rio con sutileza—. Me pregunto en qué estarán nuestros compañeros, se tardan demasiado.

        —La fuerza de voluntad es importante para nosotros, Haamiah —con el cambio de las horas anteriores, el arcángel estaba más seguro de sí mismo, y el aprendiz lo notaba—. Debes dejar de quejarte tanto.

        El aprendiz torció la boca. ¿No había faltado a ella su mentor, horas atrás? Aun así, no quería creer lo que sus ojos vieron allá entre los árboles y se escondió en la oportunidad que Miguel creó.

        —No sé cómo haces tú para ser tan paciente, es de temer.

        —Que te dé miedo si Satanás si aparece frente nuestro.

        El principado se escandalizó.

        —¡Mejor ni lo nombres!, con Dalila en la Tierra es seguro que estará al acecho por ahí. Ya viste lo duro que nos fue antes. No me apetece vivir algo así de nuevo nunca más.

        —Hasta la guerra —completó el rubio—, querrás decir; por más que le odiemos, ya es muy tarde para intentar detenerlo. Al menos durante el tiempo que queda. Nos queda esa última oportunidad que da la batalla, pero sé que es un guerrero temible.

        —Ya lo has vencido en el pasado —dijo—. ¿Por qué habría de ser diferente?

        El arcángel se estiró sobre las alas, y se permitió recostarse en la hierba que le rozaba las piernas y brazos. Quedó con la vista al cielo, aquel que le parecía tan ajeno; las alas le dieron protección del ardiente sol, y cubriéndose de la luz, miró a Haamiah con rostro serio.

        —Nunca estoy seguro de lo que puede suceder en la batalla, muchacho.

        —¿Crees que vamos a perder?

        —No me refiero a eso —aclaró—. Sino a la incertidumbre de la guerra misma; todo puede ser posible, y hay tanta posibilidad de victoria para demonios como para nosotros.

        Haamiah suspiró.

        Un poco en la lejanía se veía el movimiento de las alas de las aves al volar en círculos; se seguían entre sí y parecían divertirse en ese extraño juego. Entonces, se percató de que él muy pocas veces había disfrutado de esa manera; el constante entrenamiento y las reglas no permitían espacios como aquel.

        Acarició las suaves plumas y sonrió con nostalgia; apenas subiera a su hogar tendría que continuar con las batallas de preparación, con todo el protocolo que entre los suyos se exigían, y aquel instante de paz quedaría en el olvido cuando se ensimismara a la batalla.

        —¿Qué pasará si ganamos?

        —La humanidad que pueda salvarse limpiará su alma de ser necesario hasta que las puertas del Paraíso sean abiertas ante ellos; todos los que están en la lista de Salvados o en el Purgatorio volverán a vivir y regresarán a la Tierra.

        El joven se llenó de esperanza.

        —¿También vivirán los que mueran en la guerra? —el semblante de Miguel regresó a su oscuro tono, y Haamiah no tuvo que escuchar lo que él diría para saber que jamás lo harían—. Oh.

        —Sí, también pienso lo mismo —murmuró—, pero no es algo que tengamos en nuestro poder. No es como si pudiéramos decirles a los muertos de la guerra que se levantaran y retornaran sus vidas, por más que quisiéramos. Las almas que fallezcan en el Juicio lo harán para siempre.

        —¿No hay otra manera?

        —No hasta donde yo sé. He escuchado casos…, pero son solo historias para mantener la fe.

        Pasadas varias horas una voz sin origen retumbó en sus cabezas:

        «Miguel, soy yo. ¿Me oyes?», repetía sin descanso. El arcángel pestañeó confundido ante el llamado, pero en cuanto reconoció la voz de Cahetel atendió a él. Una sonrisa imborrable se hizo lugar en su rostro, al menos, hasta que escuchó lo que este tenía por decir.

        —¿Cómo es que logras hablarme desde allí?

        Miró a los lados, quizá con la sospecha de que se encontraba en la cercanía y solo se trataba de una broma.

        —Es un proceso algo parecido a lo que hace el Juez cuando le habla a los ángeles con los que tiene problemas por lidiar, creí que sabías —calló por un momento—. ¿No te suena familiar?

        El rubio sintió que el alma se le iba a los pies, y con una mirada horrorizada se dirigió a su aprendiz, quien también tenía la vista fija sobre él.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.