Pecadora [la entrada al paraíso]

VEINTISIETE

† VEINTISIETE †

—LA DAMA CON CABELLOS DE FUEGO—

 

 

 

 

Un día para la Llegada, mañana.

        Dalila podría haber jurado que estaba a punto de saltar en medio de la calle debido a la felicidad de que solo faltaran dos de los pecados para terminar con su búsqueda.

        Unas pocas madres de familia se le acercaron al escuchar sus gritos e improperios pidiéndole silencio a lo cual calló de inmediato porque pensaba que le reprocharían lo que decía, mas no la forma en que lo hacía.

        Sonrió burlona cuando la sexta señora caminó hacia ella.

        —Por favor, haga silencio, ¿quiere? —bufó la mujer que traía a su hija en brazos—. Usted no entiende, es que sus gritos de loca abruman a mi pequeña.

        Dalila simuló estar llena de vergüenza; no obstante, en el momento en que aquella desconocida volvió sobre sus pasos, imitó la reprimenda con voz chillona.

        —«Gritos de loca», ¿quién lo diría? Hay gente que en realidad no sabe con quién se mete. , si supera esa anciana… Me las pagará, oh sí, ella me las pagará.

        Y, entre la nueva mala cara que suplantó al gesto de enorme felicidad, y las miradas de hombres calenturientos que le veían pasar mientras le brindaban un sinfín de horripilantes piropos, se encaminó lo más lejos que sus humanas piernas le permitían.

        «Puede que ese lindo día sí pudiera arruinarse», pensó cuando advirtió que un anciano la devoraba con la mirada mientras le seguía ya durante varios minutos. Al cerciorarse de ser perseguida apuró el paso y se metió a un parque cercano, no a muchas cuadras de donde se encontraba. Miró de nuevo hacia atrás, y suspiró aliviada al ver que ese hombre se había quedado atrás.

        —No debí de usar zapatos altos. ¿Por qué traería estas cosas? —Se regañó a sí misma mientras buscaba si alguien estaba en la cercanía.

        Debía ser precavida si quería abrir el portal al Infierno; a pesar de que no le sucedería nada malo a ella, o eso quería creer, Satanás muy seguramente le reprocharía si permitía la entrada de un vivo a su terreno, fuera por accidente o de manera intencional.

        Y tan cerca de la Llegada, ella no quería hacerlo enfadar.

        —Aunque no sería una mala idea —dijo para sí.
        Tras una caminata de tres horas, que le parecieron años enteros, encontró un lugar más o menos apropiado. Se aseguró que no estuviera nadie mirando al lugar donde ella se hallaba.

        No quería acumular más problemas. Unas rápidas miradas alrededor bastaron para estar confiada para continuar con el ritual que se le exigía hacer si deseaba entrar a su morada. Comenzó a despojarse de cada prenda que vestía, vulnerándose con su desnudez, mientras recitaba las plegarias de su Señor, y estaba tan concentrada que no se percató de que el mismo viejo de antes que la había seguido se regodeaba de la magnífica vista entre los arbustos, con los ojos salidos, sin perderse ni un solo detalle de lo que ocurría.

        ¡Ah, qué manjar!, ¿era ese mujerón el premio que tanto merecía? ¡Oh, podría morir de gusto en ese momento! Llevaba una mala racha: su mujer ya no lo quería satisfacer y su empleo peligraba con terminar. ¡Pero qué dicha tenía ahora! ¡De verdad que exhalaría su último suspiro!, ¡puro placer!

        No se percató del momento en su escondite fue descubierto. Dalila se alzaba sobre él con las prendas a medio quitar y los dientes tan apretados que amenazaban con romperse en cualquier momento.

        A pesar de que sabía a la perfección qué ocurría, quería escuchar lo que ese poco hombre tenía por decir.

        —Yo… Yo no sabía que usted, bella dama… Con todo eh…, respeto, yo no… No… —balbuceó, rascándose la nuca—. Con todo respeto, yo…, yo no…

        —Ahórreselo, asqueroso —escupió—. ¡¿Qué pretendía, idiota?! Estúpido, asqueroso, ¡pero tiene usted mucha suerte!

        El hombre se pasó la lengua por los roídos dientes, dejando a la vista una monstruosa sonrisa amarillenta.

        —¿Qué creías que haría, entonces? Tienes la culpa, eres una cualquiera, ¡te estabas desnudando frente a mí, mujer! Vaya que tengo suerte… —dijo. La saliva se le escurría entre los separados dientes—. Claro que sí, aquí nadie te va a escuchar, preciosura.

        Asió las curvas con las manos, aferrándose a su presa. Oh, ¡oh!, ahora sí que no la iba a dejar ir. ¡Y cómo disfrutaría ver esa odiosa cara arrogante cuando la tomara para sí!

        Dalila comenzó a reír.

        ¡El Tratado de Almas podía irse a la mierda!

        En pocos segundos, el viejo notó que la temperatura del lugar aumentaba. ¡¿Cómo?!, aunque el cielo estaba despejado y claro, no había sentido antes que se estaba achicharrando.

        Lo descubrió pronto: del cuerpo de Dalila salía vapor, como si ambos se bañaran dentro de aguas termales. Su piel desnuda sudaba y tenía el rostro enrojecido, pero parecía soportar a gusto los grados de más.




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