Penurias

Capítulo 1

—Y Caperucita roja y la abuelita hicieron un sancocho en celebración.

—El cuento no es así —reclamó la niña con el ceño fruncido—. En el mundo de Caperucita no existe el sancocho.

—¿No? Eso es una falacia, el sancocho debería existir en todos los mundos —respondió él, haciéndose el ofendido. La niña entrecerró los ojos y luego estalló de la risa.

—Ay, papi, tú solo piensas en sancocho. Total, tanto que te gusta y ni lo preparas. —Ella bostezó y se le recostó en el pecho. La pequeña sonrió al sentir la firmeza del musculoso torso, que tan segura la hacía sentir.

—Ah, pero eso es porque no tengo tiempo. Soy todo un empresario que trabaja duro para que compremos esa hermosa casa que viste en la revista.

—¿Falta mucho? Ya quiero vivir allí... —balbuceó soñolienta.

Él le acarició el cabello y esbozó un suspiro. Mentirle a su hija lo hacía sentir culpable, pero ¿cómo decirle cuál era su realidad a una inocente criatura?

—Se tomará su tiempo, pero viviremos allí.

Ella no respondió porque ya se había dormido. Él la acomodó en el pequeño catre y cerró la cortina que separaba el espacio de ella con el de él. Se sentó en el colchón que era sostenido por piedras grandes y dejó salir su frustración con gotas de dolor.

—¿Cómo haré para pagar el atraso en la pieza si no he conseguido quien me preste? No sé si don Joaquín querrá esperar unos días más. Dios mío, ayúdame; no por mí, por ella.

Se limpió las lágrimas y se acostó.

¡Estaba tan cansado!

Pese a que era un hombre fuerte y musculoso, gracias a la costumbre de hacer ejercicio, nunca había hecho trabajo de construcción; aparte de que ese día casi se desmaya en su nueva labor, no solo por lo duro que era, también por la falta de alimentación y porque la comida que le dieron la guardó para que su hija cenara aquella noche. Todo ello porque la persona que lo contrató no le pagó el día, alegando que se estaba cobrando un dinero que él le había tomado prestado y que no le había podido pagar. Por suerte saldaría su deuda con tres días más de trabajo y el resto le serviría para comida y otros menesteres; no obstante, temía que el dueño de la pieza no le esperara.

—Todo hubiese sido tan distinto si... —Suspiró y decidió no revolver el pasado. ¿De qué le serviría lamentarse de lo que pudo o no ser? Con varios quejidos por el dolor en los músculos, se quedó dormido.

 

***

 

Siete años antes... 

—¡Qué tipa tan fea! ¡Parece un espanta pájaros! —exclamó con sorna un chico mulato, quien se encontraba rodeado de varios compañeros del colegio. Estos le siguieron el juego a su amigo, riéndose y vociferando todo tipo de burlas en contra de la jovencita frente a ellos.

—No solo es greñuda y parece un palillo, también es descuidada; ¡mírale los zapatos!, están rotos y feos —añadió otro.

La adolescente, de apariencia demacrada y mirada tímida, miró al suelo a causa de la vergüenza y tristeza que le provocaron las burlas de sus compañeros.

Ella se giró para tomar otro camino que la condujera a un lugar solitario, donde nadie la molestaría. Al principio el receso no era tan malo porque ella se quedaba dentro del aula, no obstante, a los maestros se les ocurrió que no estaba bien que los alumnos se quedaran allí durante el recreo, por tal razón, tomaron por costumbre sacar a todos los estudiantes del salón y cerrar la puerta con seguro.

Ella se alejó de los chicos, quienes le vociferaban insultos entre risas, pese a que ya esta se había apartado de ellos. Por estar de distraída, no se percató de que venía alguien en su dirección.

—¡Ay! —se quejó cuando cayó al piso. El choque fue fuerte debido a la firmeza de aquel cuerpo.

—¿Estás bien?

Esa voz...

La conocía a la perfección. Era él, su amor platónico. Ese chico inalcanzable que todas se querían ligar y que, por más que esta soñara y fantaseara con él, nunca este se fijaría en un esperpento como ella.

—Sí, perdón. —Ni siquiera se atrevió a mirarlo, más bien, salió corriendo como si el chico representara algún peligro.

Este se encogió de hombros y siguió su camino.

 

***

 

Ella, como de costumbre, estaba sentada atrás donde pudiera pasar desapercibida. Se esmeraba en hacer sus labores escolares, prestar atención y repasar una y otra vez las lecciones que más se le complicaban.

Ella solía llegar temprano para ser la primera en adentrarse en el aula y así evitar que se notara su presencia. Puesto que, por más que aquella jovencita ignorara el acoso en su contra, las burlas y maltratos de algunos compañeros eran dolorosos y vergonzosos.

De a poco, los alumnos iban entrando al salón, algunos en parejas, otros en grupos mientras conversaban entre risas y expresiones exageradas, típicas de esta etapa. Ella agachó la cabeza por inercia y miró de soslayo a sus compañeros. ¡Cómo deseaba tener por lo menos un amigo o amiga! Entrar al aula sin miedo ni vergüenza y poder demostrarles a sus compañeros que ella también podía ser divertida.




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