El laboratorio mágico no envía cartas. Convoca.
En el mensaje entregado por la mañana no había firma, solo el escudo del Consejo y una frase escueta: «La placa es inestable. Preséntese de urgencia en el laboratorio».
—¿Seguro que quieres ir sola? —preguntó Ardin, acercándome un abrigo de lana.
—Sí. Allí yo soy la especialista. Tú eres el padre de una niña desaparecida. Ni siquiera hablarán contigo; mejor ser prudentes.
Asintió, apretó con fuerza mi hombro y me soltó. En silencio, pero con desasosiego. Los dos sabíamos: no era un simple análisis.
Dentro del laboratorio hacía frío. No por la temperatura, por la sensación. Como si las paredes no retuvieran el calor. Solo la memoria.
Derena Li me recibió junto a una mesa con tres capas de esferas protectoras. La placa flotaba en el centro, encerrada en un capullo mágico color mercurio.
—Hemos verificado la estructura. Es hierro que ha absorbido energía mental —empezó sin saludos—. Pero no residual, Ilaria. Está viva. Late. Alguien le imprimió un contorno reciente, como mucho hace un mes. Responde a estallidos emocionales y… a la proximidad de niños con sensibilidad mágica.
Me quedé inmóvil.
—Entonces, si un niño se acercara a ella…
—Querría permanecer junto a la placa todo el tiempo —terminó en voz baja Derena—. Ilaria, tienes que entender que tendré que informar de esto al Consejo.
—Lo comprendo; haz lo que debas.
De vuelta, temblaba. No sabía si por el viento o por lo que acababa de entender.
Y como en respuesta, algo vibró en el campo mágico de la ciudad. Lo sentí como un chasquido fino bajo la piel. Los mentalistas lo llaman el eco del entorno. Cuando entra en la ciudad un mago nuevo y potente.
Alguien más había entrado en el campo. Y no solo entrado: había activado un nodo. Una sacudida en la periferia sur. Donde están las viejas catacumbas. Donde nadie vive desde hace veinte años.
Memoricé la dirección.
Y regresé a la tienda.
Ardin esperaba junto al hogar. Callaba, pero su rostro estaba ensombrecido. Sostenía una muñeca: de porcelana, con las pestañas gastadas y ojos de cristal en los que se reflejaba el fuego.
—La encontré bajo la cama de Nevea —dijo—. Casi nunca se separaba de ella. Se llama Peppa. Solo que… los ojos. No son solo de vidrio. Mira.
Tomé la muñeca. Ligera, pero con un núcleo dentro. Toqué los ojos.
Y me estremecí.
Había un hilo dentro.
Mental.
No solo reflejaban. Absorbían. Y transmitían. No ahora, no. Pero en algún momento —hace poco—. Era un ancla. En la muñeca se había infundido algo personal, sutil. Tal vez una imagen. Algo muy querido e íntimo para Nevea, por eso la llevaba siempre consigo.
—Sirve —dije—. Mañana intentaré establecer un vínculo. Antes, no. Hay que prepararlo todo. Un rastro mental en bruto es como zambullirse con los ojos vendados. Y confiar en que no haya un abismo.
Ardin calló.
Luego preguntó:
—¿Y si ella… si puede oírnos?
Miré a los ojos de la muñeca. Oscuridad, vidrio y algo más, vibrando apenas en el umbral de la percepción.
—Entonces no debemos callar.
—Lo han confirmado —le dije en cuanto Ardin cerró las contraventanas—. La placa absorbió una fórmula mental reciente. No es un artefacto del pasado. Está viva.
Se quedó quieto. Continué:
—Más aún. Responde a los niños. A los de alta sensibilidad, con magia pura. A esos los llaman líneas no diluidas. Nevea pudo ser una de ellos. Suponen que a través de la placa pudieron influir en los niños.
—¿Quieres decir que alguien… influyó en los niños?
—O los atrajo. A través de imágenes, de sensaciones familiares. Esos niños no saben ponerse defensas, Ardin. Su magia está abierta. Busca calor. ¿Y si en lugar de calor hubiera una sombra ajena?
Apretó los puños.
—Pero ¿quién pudo hacer eso? ¿De dónde sacaron ese artefacto? Si no es único, entonces los fabrican ahora, ¿no? Y lo más importante: alguien programa esas placas. Alguien como tú…
No respondí. Pensaba exactamente en lo mismo. Y sabía: hay alguien más en el campo mental de Auris. Alguien fuerte. Alguien que sabe cómo leer a una persona —o a un niño—. Cómo llamar y programar.
Más tarde, cuando todas las velas estuvieron colocadas y la ventana cubierta con una manta de lana, me senté frente a la muñeca.
Peppa. Pequeña, casi sin rasgos. Pero dentro vibraba algo que no podía ignorar. Un pulso —no del tiempo, de la memoria. Un rastro.
—Si el vínculo sigue ahí —susurré, más al espacio que a Ardin—, lo sentiré. Pero no debes tocarme. Bajo ningún concepto. Si me quedo atrapada, solo arranca las velas. Y espera.
—¿Hasta qué… profundidad entrarás?
—Hasta donde me permita la parte de ella que haya quedado en la muñeca. No sé si es una imagen, un recuerdo o algo más…
Él permanecía en silencio. Me miraba como si fuera a cruzar un umbral, y supiera que no volvería de inmediato.
Toqué la muñeca.
No había calor. Había sequedad. Un susurro.
Y luego —la caída.
El mundo interior era blanco.
Pero no luminoso: vacío. Estaba de pie en la nieve, hasta los tobillos, y el viento arañaba el aire como con garras. Todo era sordo, como dentro de una caja. Sin sonido, sin olor. Solo nieve, y una escalera. Hacia abajo. De piedra, antigua. Alrededor, paredes de piedra que se perdían en la oscuridad.
Oí una respiración.
Y una voz.
—Tengo miedo.
—No bajes.
—Ahí… hay una máscara.
Me lancé hacia delante. La imagen se sacudió. Una niña —apenas discernible— estaba junto a la escalera. Pálida, transparente, pero lo sentía: era Nevea. Llevaba el pelo trenzado, los dedos entrelazados sobre el pecho como en oración.
—Ayúdame… —susurró.
Y entonces —la sombra.
Desde el fondo, desde abajo, emergió una silueta. Alta. Alguien que lleva una máscara. Negra, lisa, sin rasgos. Y en ese instante —el mundo se cortó.
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milagro de año nuevo, un viajero a otros mundos, héroes adecuados
Editado: 20.10.2025